sábado, octubre 21, 2006

Oswaldo Reynoso




Mi recuerdo de Reynoso sólo se limita a una visita que le hice allá por el año 2001 en su antigua casa de Pueblo Libre, ubicada a unas cuantas cuadras de la clínica San Felipe. En esta visita –que hice con la intención de que me firmara todos sus libros-pude notar a un hombre muy consecuente con su visión que tiene del oficio narrativo y con su posición política e ideológica –que gracias a Dios, no compartía, ni comparto-. Aunque dentro de mí no pude ocultar mi respeto y afecto por aquel voluminoso hombre que encontraba la felicidad en la sencillez de sus cosas: muchos libros, muchas hojas, una máquina de escribir de acero de color verde –marca Olivetti, si no me equivoco- y varias latas de Cusqueña diseminadas en puntos estratégicos de lo que él llamaba su casa-estudio-habitación.

Siempre he tenido la convicción de que la mejor manera de admirar y estimar a un escritor es leyendo su obra. Claro, puede sonar a perogrullada, pero es necesario decirlo. Sin duda alguna, Reynoso es uno de los autores que me ha ayudado mucho con sus libros, razón más que suficiente para expresarle gratitud.

A veces, me lleno de efímeras molestias cuando se antepone el discurso ideológico de Reynoso sobre sus libros, o siento mucha lástima por aquellos pateros que lo adulan circularmente cuando en realidad no han pasado de la lectura de un solo libro suyo.

Indudablemente que Los inocentes es un bello libro –no exagero si digo que lo leo dos veces por año-, pero no es el único.

Reynoso es el responsable de textos desgarradores como El escarabajo y el hombre y En octubre no hay milagros, los mismos que superan largamente a Los inocentes; incluyamos también a En busca de Aladino, hermoso relato en el que descansa la estética de este autor, en el que yacen las claves de su parcela creativa, muy superior –de lejos- a El goce de la piel, su texto más flojo, muy por debajo de los libros ya mencionados.

Dicen que los escritores, los grandes escritores, tienen un obra mayor, y Reynoso la tiene: Los eunucos inmortales. Son muchas las cosas que puedo decir de esta deliciosa novela, pero me gustaría que aquellos pateros que no salen de Los inocentes, incapaces de mostrar franqueza ante él, la puedan leer, más que nada, por respeto a este narrador tan querido –querencia que descansa en factores extraliterarios, lamentablemente-, y así puedan ver todo el crisol temático y estilístico que esta novela tiene, de los momentos imperecederos que sus páginas ofrecen, de su estructura que recoge mucho del diario como género literario, de la felicidad que puede alcanzarse en los principios de las utopías.

Es cierto que en cada una de estas páginas se percibe un compromiso ideológico, pero este es superado por el trabajo del escritor con la palabra, volviéndola elástica, sugerente, extremadamente sensual. Por el contenido y la forma que descansan en la búsqueda –no cometeré la idiotez de contar el argumento-, encontramos no pocos puentes con En busca de Aladino y la olvidable El goce de la piel, en las que podemos encontrar matices sutilmente diferenciados, pero cuyo espíritu de búsqueda viaja entre líneas, muy escondido entre las imágenes y conceptos desplegados, y que vale la pena encontrar, descubrir, asir y constatar que la grandeza de un escritor como él se debe únicamente a su placentero encadenamiento con la palabra escrita, que es lo que finalmente quedará de él; lo demás, no sirve para nada.

Las adulaciones son los feudos en los que se regodean aquellos cheleros pateros que muestran su hipocresía cada vez que se le solicita algún favor. O peor aún, cuando suelen hablar de Los inocentes sin haberlo leído.

En el video, Oswaldo Reynoso sobre Las tres estaciones.


Nota: No hacer caso de las líneas, mi cuenta blogger anda con problemas últimamente.

1 Comentarios:

Anonymous Marko dijo...

La casa te refieres era en Jesús María, no Pueblo Libre.
Coincido, los Eunucos Inmortales es su mejor libro, muy bello.

6:27 p.m.  

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