viernes, octubre 20, 2006

Paul Auster



Bueno, ahora que ya estoy curado de mi insomnio –supongo-, espero que mis días sean más provechosos, dicen por ahí que se suele hacer más cosas durante la mañana que en las tardes, noches y madrugadas. Esperemos que sea cierto.

Pues bien, justo el día de hoy, viernes 20, es la entrega de los premios Príncipe de Asturias 2006. Por lo tanto, como hay una diferencia horaria de seis horas con la Madre Patria, esperaré hasta las 11 de la mañana para ver en vivo este ritual. No es que sea un afanoso por saber los detalles que van a ocurrir -pero siempre la admiración me ha llevado por actos desproporcionados que no se ajustan a un comportamiento normal- , pero el evento de este año tiene un cariz especial: uno de los premiados es Paul Auster.

¿Qué puedo decir de Auster que no se haya dicho? Creo que no mucho, pero me gustaría contar la manera en la que me topé con un libro suyo por primera vez; lo recuerdo bien, además, puesto que me acerqué a este autor en una edad exacta, en el momento en el que necesitaba tener un referente, y es así que en medio de una librería X en la que sí se permite fumar, bajo la atención de una simpática amiga que trabajaba allí, quien no dejaba de hablarme de las novedades literarias que llegaban, y yo, ya cansado de tanta nimiedad libresca con aspiraciones a revolucionar el espectro literario de esa época, como que no le hacía caso, así es que me conformaba con lo más fácil –ojo, en esos años aún era un prejuicioso-, o sea, en mirar sus ojos de un intenso marrón claro en el que se llegaba a reflejar desde su retina el delgado semblante de este modestísimo lector.

Aunque, eso sí, fue “un tienes que leerlo” lo que hizo que tomara atención a lo que me venía diciendo. Cogí el libro, me gustó el título La trilogía de Nueva York. Ya sabía algunas cosas de este libro que encierra tres novelas cortas hilvanadas bajo el policial metafísico – ¿?- , bueno, no es tan difícil como suena. Empecé a recorrer las páginas, leyendo párrafos salteados; sin embargo, un extenso diálogo de la primera novela, Ciudad de cristal, llamó mi atención: un atormentado Quinn conversa con Paul Auster sobre la novela dentro de la novela en el Quijote, en relación a los lazos entre Cervantes y Cide Hamete Benengeli. Supongo que todos sabemos de estos lazos temáticos–es cosa de colegio, a secas- pero fue la manera tan sencilla en la que este diálogo estaba escrito, sumado a las ideas vertidas sin ningún afán intelectual lo que me llevó a descubrir cosas que había pasado por alto con relación al Quijote. Me gustó tanto ese derroche de inteligencia que le dije a mi amiga que me llevaba el libro con la idea de leerlo en los próximos días -al menos esa era la intención en principio- pero nada, lo empecé a leer en la cúster, durante la noche y lo terminé en la madrugada. Y quise más; así es que no tardaron en llegar a mi biblioteca La música del azar, A salto de mata, El país de las últimas cosas, Leviatán, La invención de la soledad; y años después La noche del oráculo, El libro de las ilusiones –el Auster más flojo, sin lugar a dudas- y The Brooklyn Folies.

Auster me ha regalado momentos en los que más de una vez he tenido que levantar la cabeza mientras estaba sumergido en libro alguno suyo, pero siento que él ya cumplió para mí con esa novela inagotable como lo es El palacio de la luna.

En la foto, mi pata Paul Auster.

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