lunes, marzo 29, 2010

Mitos del fútbol: ¿cuándo se jodió Uruguay?

Este fin de semana me puse a revisar los blogs de la barra de enlaces. En la bitácora El Hablador encontré un más que recomendable artículo del escritor José Carlos Yrigoyen: Mitos del fútbol: ¿cuándo se jodió Uruguay?, publicado el pasado lunes 22.
Si hay alguna selección nacional de fútbol de Latinoamérica a la que siempre le tendré simpatía, esa es la uruguaya. Sé, como todos, que el balompié charrúa en los últimos años no ha estado a la altura de su envidiable historia premunida de coraje, amor propio y éxitos. Tanto en selecciones y clubes los orientales se han visto en situaciones que a más de un hincha le ha causado vergüenza. Sin embargo, soy un ferviente creyente de la memoria futbolística, del ADN que sale a flote en los momentos cruciales. En este sentido, tengo la seguridad de que los convocados por Óscar Washington Tabárez harán un papel más que decoroso en el próximo mundial de Sudáfrica.
No me refiero a una esperanza ciega, muchos podrían creer con justa razón que poco o nada se puede esperar de un seleccionado que selló su clasificación en una repesca ante el combinado de Costa Rica, sino a una que yace en el cambio de actitud que viene alimentando el espíritu de renovación del futbolista yorugua.
Uruguay tiene con qué pelear, y vaya que le tocará bailar con selecciones complicadas, como la anfitriona Sudáfrica, Francia y México, en la fase de grupos. Tampoco vaticino que campeonará, pero sí que llegará, por lo menos, a los difíciles Octavos de Final.


El prestigio pasado siempre descansa en frases hechas. Las seguimos repitiendo muchas veces y en los momentos precisos para convencernos subconscientemente a nosotros mismos de una verdad que alguna vez abrazamos sin dudarlo. Y aunque el tiempo haya dado evidencias contundentes de que esa certeza ya es caduca y equivocada, apelamos a los sofismas y a lo meramente simbólico para seguir sosteniendo nuestros referentes a esta altura bien oxidados. Algo así pasa con esa añeja idea, más o menos general, de que Uruguay es todavía una selección de fútbol importante. Que puede llegar en este Mundial a instancias respetables; que la historia, que la garra celeste, que las dos Copas del Mundo (la última, no está de más recordarlo, cumple en junio sesenta años de ganada), que el cumplido solo si somos campeones proferido por el Negro Varela antes de la final del Maracaná, que Francescoli, que Rubén Paz, que el rubio Forlán haciéndole tres goles a Perú aquella noche del 6-0 –otro más para la blanquirroja- y demás imágenes como contraejemplos. Pero Uruguay vivió de sus ahorros durante varias décadas y hoy de lo que tuvo no quedan sino monedas; de ser el indiscutido tercer equipo de Sudamérica, detrás de Brasil y Argentina, hoy sufre por alcanzar la media tabla. Y muchas veces ni eso.
¿Cuándo comenzó esta crisis del fútbol oriental, cuando Uruguay dejó de serlo? Yo lanzo una fecha más o menos exacta: el año 1977, durante las eliminatorias para el Mundial de Argentina que se celebró el año siguiente. Hasta esa fecha el equipo celeste era de verdad un grande: sus divisas de gloria mundialista, olímpica y en campeonatos de clubes era verdaderamente incuestionable. Había dupleteado como campeón del mundo, tenía en sus vitrinas el oro olímpico y en la Libertadores solían levantar el trofeo con una asiduidad francamente brasileña. Es cierto que tuvieron tropiezos aislados: no pudieron asistir a la Copa del Mundo de Suecia, en 1958, al caer eliminados por Paraguay. En ese entonces las eliminatorias eran para machos: un partido de ida y otro de vuelta, sin esas veleidades antojadizas del gol de visitante ni nada que se le parezca. En Asunción los paraguas sorprendieron a un viejo equipo charrúa (compuesto por algunos héroes del Maracanazo) y lo golearon por 5-0. Los uruguayos vencieron 2-0 en la vuelta, pero les fue insuficiente y debieron resignarse a escuchar las finales de la Copa por radio. Pero en la historia del balompié nacional ese episodio había significado apenas un lunar maligno, pues regresaron a los cuatro siguientes mundiales, e incluso en uno de ellos, México 70, alcanzaron el cuarto puesto. El prestigio estaba intacto. Uruguay era una potencia regional y mundial y podía ganarle a cualquiera en su histórico Centenario, su fortín, donde tantas eliminatorias y Copas Américas se habían decidido a favor del local. Sin embargo, la decadencia futbolística del país ya se había insinuado tímidamente en 1973, durante los partidos eliminatorios para el Mundial de Alemania Federal. Colombia le ganó por primera vez en Montevideo con un gol del maestro Willington Ortiz y los charrúas apenas si clasificaron al Mundial por la diferencia de goles. Los dirigentes orientales no hicieron las correcciones necesarias y la selección comenzó poco a poco a pagar las consecuencias de su descuido.
Un par de meses antes del sorteo para los grupos de la Conmebol, Uruguay recibió a la Argentina de Menotti –Luque, Kempes, Passarella- en el Centenario para disputar un viejo torneo, la Copa Mar del Plata. El 3-0 demoledor inferido por los gauchos encendió todas las alarmas en Montevideo: la selección jugaba horrible, peor que nunca: a los jugadores seleccionados les pesaba la camiseta como si esta estuviera fabricada en mármol. Si no se podía ganar con fútbol, al menos se podía recurrir a la garra tradicional. Pero al parecer, ni siquiera eso había. La Asociación Uruguaya de Fútbol nombró entrenador de la selección a una vieja y aparentemente segura carta: Juan Eduardo Hohberg, cuarto lugar en las Copas del Mundo como jugador (Suiza 1954) y como técnico (México 70), además de campeón del fútbol peruano con el, por esa época, respetado Universitario de Deportes en 1974 y con el inolvidable Alianza Lima de los años 77-78. Lo primero que hizo Hohberg fue llamar a la base de futbolistas uruguayos en el extranjero, donde destacaba Darío Pereyra, enorme back que comenzaba a brillar en el Sao Paulo. Los elegidos por la liga local no eran nada desdeñables tampoco: ahí figuraba Fernando Morena, uno de los mejores delanteros uruguayos de los últimos cincuenta años, y que ya tenía un Mundial en su haber. Solo quedaba esperar cuales serían los dos países con los que Uruguay debía eliminarse. La suerte decidió que fueran Bolivia y Venezuela.
Los comentarios en la prensa deportiva del día siguiente al sorteo lo dicen todo. Los uruguayos ya se sentían adentro. Nunca habían obtenido de Venezuela nada que no fueran holgados triunfos, y si algo recordaban del equipo de Bolivia era que lo habían humillado incontables veces con goleadas escandalosas: la más famosa fue ese 8-0 en el Mundial de Brasil 50. Las agencias de turismo comenzaron a vender paquetes de viaje para Buenos Aires en junio del año próximo, y varios ya sacaban cuentas del negocio que iba a ser jugar un Mundial en un país con el que tenían –en todo aspecto- tan porosas fronteras. Hohberg declaraba haber compuesto un equipo sólido, donde destacaban varias figuras y jóvenes promesas, entre ellas el bigotudo arquero Rodolfo Rodríguez, aquel héroe del Mundialito del 81. El primer partido se jugaría en Venezuela, un grupo de muchachos empeñosos que habían jugado un solo encuentro de preparación contra las Antillas Holandesas y sufrieron como locos para ganar 2-1. Los muchachos estaban tan confundidos que lo más probable era que, cuando salieran a la cancha, preguntarían por el mejor pitcher de Uruguay para no perderlo de vista.
Uruguay comenzó ganando aquella tarde del dos de febrero de 1977 en el estadio Brígido Iriarte de Caracas. A los cinco minutos Washington Olivera rompió la defensa venezolana, frágil e ingenua, y puso el que parecía el primero de muchos tantos. Pero los llaneros resistieron diez, veinte, cuarenta, ochenta minutos con el marcador en contra, y faltando siete para acabar las acciones, un ignoto delantero llamado Vicente Flores le daba la paridad a la vinotinto. Faltando segundos para que el réferi Velásquez, de Colombia, tocara el pitido final, el mediocampista llanero Iriarte pateó un balón que fue a dar a la base del arco de Rodríguez. Hubiera sido la primera victoria venezolana sobre Uruguay. Pero todavía faltaban algunas décadas para eso.
Como sea, el resultado le cayó como una patada a la afición montevideana. Empatar con un equipo cuya mayor virtud futbolística se reducía a la buena voluntad era sencillamente intolerable. Si ahora con esta eliminatoria el empate contra un equipo débil es considerado como una piedra en el camino, en una eliminatoria breve de cuatro partidos es poco menos que una tragedia nacional. La misión era recuperar los puntos perdidos en el siguiente partido, que se jugaría en La Paz contra Bolivia. Los celestes nunca habían logrado ganar ahí, pero Hohberg calculaba que si se conseguía un empate podía encaminarse la eliminatoria en Montevideo, donde las estadísticas lo favorecían de manera abrumadora. Bolivia, entrenada por el joven Wilfredo Camacho, había logrado reunir a un grupo interesante de jugadores, entre los que brillaba el atacante Carlos Aragonés, ídolo del Bolívar, el incisivo Miguel Aguilar y el volante Ovidio Meza, un pequeño jugador que ponía las pelotas como con la mano. Esa Bolivia tenía gol, lo cual no es lo más común. Pero los uruguayos confiaban en su estirpe y no se fijaron en aquel detalle. El resultado del partido, 1-0 para Bolivia, situaba a los altiplánicos en el primer lugar del grupo. La excusa de la altura esta vez no sirvió para maquillar la derrota: los mismos cronistas uruguayos que llegaron esa tarde a La Paz para cubrir el encuentro reconocieron que en el minuto ochenta del partido los uruguayos corrían más rápido que los locales, pero su febril carrera se estrellaba sin variaciones contra los defensas de verde que sitiaban el arco de Conrado Jiménez. Dos partidos, cero victorias. Un punto de cuatro. Si Bolivia ganaba los siguientes dos encuentros consecutivos contra los venezolanos, chau Mundial. Algunos hacían cálculos: si esos venezolanos habían empatado con Uruguay, alguna resistencia le darían a los boliches.
No hubo tal resistencia, en realidad. Bolivia, con goles de Aragonés, Aguilar y Meza, venció en casa y de visita a los venezolanos por 2-0 y 3-1, respectivamente. La hazaña estaba ya realizada: le habían usurpado a su torturador futbolístico habitual el primer lugar en el grupo mundialista y de este modo sacaban un boleto para el mundialito de Cali donde se definirían los dos puestos para el Mundial de Argentina. El desconcierto uruguayo era total: los habían humillado, cubierto de vergüenza, escarnecido: lo de la eliminación contra Paraguay tenía sus atenuantes, pero que Bolivia y Venezuela borraran a la celeste del mapa faltando media eliminatoria por jugarse era un escenario que solo cabía en la mente de un perverso. Pero si los uruguayos se sentían ridiculizados por su temprano adiós al Mundial, faltaba todavía el tiro de gracia. Cuando recibieron en el Centenario a los bolivianos, las graderías estaban casi desiertas, y los pocos asistentes fueron más a pasar el rato que a apoyar al equipo. Las cosas comenzaron a pintar mal cuando a la mitad del primer tiempo Miguel Aguilar ponía a Bolivia arriba en el marcador gracias a una jugada individual que los defensas locales no supieron conjurar. Algo de ese viejo fervor tan mentado invadió por un instante a los celestes y a los segundos Darío Pereyra haría el empate, y apenas comenzado el segundo tiempo, daría el momentáneo triunfo a los suyos. Momentáneo; pues a los sesenta minutos Aguilar decretaría el empate definitivo a dos tantos en el estadio nacional uruguayo, el primero de la larga historia del fútbol boliviano. La debacle estaba consumada. Uruguay vencería en el último partido de la serie por 2-0 a Venezuela, pero no hubo nadie en las tribunas que gritara los goles que Laddy Nittder Pizzani hizo aquella tarde. Los bolivianos, por su parte, cayeron en Cali ante Brasil y Perú por 8-0 y 5-0; luego definieron el último puesto para el Mundial con Hungría, que les encajó un 6-0 en Budapest y un 2-3 en La Paz. Quizá los charrúas deberían agradecer al equipo boliviano que, eliminándolos, los privara de más vergüenzas. La desazón por la eliminación fue muy fuerte en el hincha uruguayo. No se negaba a aceptar la realidad. Incluso corrió un rumor de que si alguno de los países clasificados al Mundial renunciaba a jugarlo, se le daría su lugar a Uruguay por los beneficios económicos. Pero, como es natural, ningún país clasificado se negó a ceder su privilegio.
Luego de caer en este hoyo negro, la selección uruguaya nunca más fue lo mismo. Su presencia en los mundiales, casi perfecta hasta ese entonces, se fue haciendo cada vez más intermitente: una Copa de cada dos, a veces de cada tres. Sin duda ha aportado luego grandísimos jugadores, como Rubén Paz, Enzo Francescoli, Forlán o Sosa, pero como selección y como liga nacional se ha devaluado constante y ostensiblemente: basta mirar las cifras para corroborarlo. Por todo eso yo no le doy muchas chances a este equipo uruguayo, que aparte de Forlán es más de lo mismo, en el próximo Mundial. Si el mejor partido de tu selección en la última década fue un 3-3 contra Senegal luego de ir cayendo 3-0, está claro que no vas a la cita de Sudáfrica con muchos argumentos.

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