jueves, abril 29, 2010

Arturo Pérez-Reverte: "La cultura es un analgésico"


Contra lo que digan, Arturo Pérez-Reverte es un grande. Guste o no, lo es.
Hace poco más de dos meses salió al mercado su última novela, EL ASEDIO. A razón de la misma, mi amigo el escritor Montero Glez le hizo una entrevista para la edición 152 de la revista Qué Leer, que tuvo a PR en portada (por cierto, en la reciente edición 153 tenemos a Enrique Vila-Matas, en portada).
Me hubiese gustado subir la excelente y extensa entrevista de Montero, pero no pude ya que el acceso a la versión virtual de la revista solo me mostraba la edición 151. Sin embargo, ahora ya es posible acceder al material.
Consignemos que el ritmo de la entrevista es vertiginoso, signado por la saludable y honesta amistad entre el maestro y el discípulo.


Con las bombas que tiran los fanfarrones, Arturo Pérez-Reverte ha escrito su nueva novela, “El asedio” (Alfaguara), una historia con asesino en serie incluido que ocurre durante los tiempos de Napoleón en la ciudad de Cádiz, escenario a la sazón de esta intensa entrevista.
Aunque en ella aparezca un episodio de nuestro pasado reciente, cabe aclarar que la última de Pérez-Reverte no es una novela histórica. Ni mucho menos. Entre otras cosas porque El asedio es una novela de género. De género “revertiano”, se entiende, porque contiene todas las demás novelas escritas por él.
Diciéndolo de otra manera, Arturo Pérez-Reverte vuelve a las andadas con una tanda de viejas historias contadas con ojos nuevos y donde Cádiz es lo más parecido a un patio de vecinos con sus personas, aire, silencios, sonidos, temperaturas, luces y olores.
-Es que esta novela parte de una idea –se explica Arturo–. La idea de la ciudad como lugar falsamente acogedor, pues el hombre occidental tiene un concepto de las ciudades como lugar acogedor, protector y demás. Pero yo, por razones diversas, tengo otro concepto distinto.
Es entonces cuando la cicatriz que lleva en la mirada se abre y salta a la vista. Llegados a este punto, no necesita explicar más pero, por si acaso, Arturo va y reafirma la evidencia que le sale a los ojos:
-Hay una ciudad que traduzco del griego cuando estoy en el colegio. Es la Troya de Homero, la Troya asediada; después yo vivo un Beirut asediado en el año 1976 y un Sarajevo asediado en 1990, 91 y 92. Yo tengo una visión de la ciudad como sitio peligroso, lleno de ángulos vivos y ángulos muertos. Esa visión de la topografía de la ciudad como un lugar con reglas propias la tengo por mi biografía como reportero y como lector.
Asegura Arturo, con el fundamento del que no entiende la vida sin libros. Y luego se me pone a contar cómo tiró una tanda de fotografías en el año 1976, en Beirut, por la noche:
-Me subí a un edificio y fotografíe el trazado geométrico de la ciudad recortado en los combates nocturnos. Son fotografías cúbicas, con luces, rectas y composiciones geométricas. Desde aquel momento se me quedó ese runrún que cambió mi concepción de la ciudad. Y eso está en el origen de mi novela. Esa visión de la ciudad como lugar con reglas propias, no escritas, subterráneas; las reglas de la ciudad sometida a tensiones que modifican la propia ciudad y también a las gentes que viven en ella. De ahí es de donde sale esta novela.
-Por eso la ciudad es protagonista.
-La ciudad es la protagonista, pero no Cádiz, ojo –señala el matiz arqueando la ceja, dando a entender con ello que Cádiz aparece como símbolo–, pues verás, yo pude haber ambientado esta novela en el Madrid del 1936, en el Sarajevo del 1990 o en el Leningrado de los años 1940.
-O en Troya.
-Sí, pero Cádiz es una ciudad que está sometida a tensiones climáticas, geográficas, de vientos muy intensos, con el mar alrededor, y además tenía ese bombardeo francés que me daba un montón de posibilidades. Cádiz era el escenario apropiado.
-Una historia que contiene muchas más historias -le apunto, para continuar diciéndole que, dentro de su nueva novela, veo tres historias bien diferenciadas. Por un lado está la trama detectivesca, que lleva a Rogelio Tizón, policía, a seguir la pista a un asesino en serie. Por otro está la historia del asedio, desde el punto de vista militar francés, con Desfosseux como principal actor, y luego está la historia marinera, que tiene de protagonista a Pepe Lobo y donde ocurren un montón de peripecias.
-Incluso te quedas corto –salta a corregirme–, está también la novela de espionaje, está la novela sentimental, hay una trama económica y financiera, para mí bastante interesante, y después la historia de amor, que es decimonónica clásica y donde yo quería contar una historia de amor de esas del siglo XIX de Jane Austen enamorada de Cayetano Rivera –contesta Arturo, con la facilidad del que combina en su conversación la cultura popular con la alta cultura. Y de seguido se pone a hablar del personaje de Lolita Palma, que sueña con barcos corsarios navegando sobre su piel de niña de buena familia.
-Me llama la atención que podías haberlas publicado por separado –le comento–. ¿Qué te ha llevado a trenzarlas, a correr el riesgo de trabajar una estructura tan compleja?
-Cada novela es un desafío –corta, seco, con la seguridad del que echa el resto sobre un papel en blanco.
Y así es. Lo viene demostrando desde hace años. Cada novela suya es un reto para él y un acontecimiento para sus lectores. Y ésta no iba a ser menos. El asedio es una novela clásica; no en el sentido de novela decimonónica, sino de más atrás todavía. De los tiempos de Homero, de la Ilíada y de la continuación de la Ilíada por parte de Sófocles, primer autor policiaco.
-Ocurre que tus personajes son sencillos –le señalo– y los argumentos complejos, al igual que pasa en las historias de la mitología clásica. Luego, en esta novela se siguen las reglas que apuntó Aristóteles para la tragedia, siendo la situación la que determina los caracteres.
-Y los transforma –subraya–. En este caso es muy importante cómo la situación y la ciudad inciden en los personajes y su evolución. Ninguno es el mismo al terminar la novela.
Entonces se pone a hablar de conceptos como ethos y praxis, del mundo clásico, de Sófocles, de Edipo y del teatro griego. Lo hace con una familiaridad que le viene de antiguo. Me cuenta que tradujo latín y griego, cuando era pequeño. “Siete años de latín y tres de griego”, señala orgulloso, como el que muestra un botín conquistado a base de hincar los codos. Aunque sus gestos delaten a un lobo de mar, es evidente la presencia del estudio en su obra como también es evidente que está descontento con el sistema educativo español, con el que hay ahora y con el que hubo antes. Sólo hace falta echar un vistazo a sus artículos dominicales, que acaban de ser publicados en el volumen Cuando éramos honrados mercenarios. La pregunta me viene al pelo:
-Por lo que leo en tus artículos, das a entender que la educación es un problema principal en nuestro país, pero tú sabes tan bien como yo que el pueblo más educado del mundo se dedicó hasta no hace mucho a cazar judíos por Europa.
-Es cierto. Pero te voy a hacer una precisión. Los que gobernaban Alemania eran una pandilla de gánsteres analfabetos. No gobernaban los cultos. Gobernaban los nazis. Matones analfabetos a los que la cultura cobarde se plegó, les chupó la polla y se puso a su servicio. Cuando hablo de cultura, hablo de cultura como consuelo y explicación, no como acción. No quiero que los cultos me dirijan. Lo que quiero es que la cultura permita a la gente poder consolarse. La cultura es un analgésico. No quita el mal pero ayuda a soportar el mal.
Me recuerda la escena del último Alatriste, el combate sangriento de galeras entre turcos y cristianos, cuando un oficial va y le pregunta a Alatriste para qué lleva un libro de Quevedo, para qué sirve un libro en una galera. “Para soportar días como éste”, responde Alatriste. “Ésa es la cultura que a mí me interesa, ésa es la cultura que yo defiendo”, remata Pérez-Reverte.
-Volvamos a tu nueva novela. La obra da comienzo al término de un interrogatorio de sangre. Un interrogatorio donde Rogelio Tizón, policía, domina la escena. ¿Eres de los que piensan que los cuerpos de seguridad del Estado, en general, en todo el mundo y a lo largo de la Historia, de no haber tenido esa esencia violenta, que es la que da la forma, nos hubiesen quitado un montón de literatura?
-No te quepa la menor duda. Un policía que cumple las normas legales es un personaje aburridísimo narrativamente. Nos interesan los heterodoxos y evidentemente mi policía lo es. Y además es una época que a mí me parece interesante. Es un policía a la vieja usanza, de un mundo que se acaba. En un momento en el que Las Cortes acaban de aprobar la Ley contra la tortura y ese policía se encuentra de pronto que sus métodos de toda la vida no puede ejercerlos con la naturalidad acostumbrada, y eso intensifica el desafío al que se ve enfrentado a la hora de resolver el enigma. Entonces también hay una reflexión sobre la violencia, sobre la tortura, sobre la justicia. Todos los personajes de la novela son conscientes de que están en un mundo que se acaba. Los tiempos de ese Cádiz que deja pasar a uno nuevo.
Si hay que destacar uno sobre todos los valores de la obra de Pérez-Reverte, es el de saber crear personajes inmortales, de los que quedan pegados para siempre en la memoria de sus lectores. El policía Rogelio Tizón se suma a la tanda junto a Hipólito Barrull, su amigo y contrincante de ajedrez. De él se sirve a la hora de interpretar las señales literarias que le lleven a descubrir al asesino y a sortear las trampas que el azar maneja.
-Por la manera que tienen de conducirse entre ellos, me han recordado a Sherlock Holmes y a Watson, o mejor, a Quijote y Sancho –le digo.
-Es que es necesaria una pareja para cualquier discurso. Todo enigma necesita una resolución y toda resolución, un método. Y para ese método con dos personas es más potente.
-Alfred Hitchcock, otro gran constructor de personajes, vino a decir que, a la hora de hacer un malo, el malo tenía que ser malísimo. Y eso me parece que lo aplicas con esmero en esta novela.
-Es que hemos perdido de vista una cosa. En este occidente tan políticamente correcto, chachi y de derechos humanos, hemos olvidado que el ser humano es un hijo de puta por definición biológica. El ser humano es un depredador peligroso al que dediqué El pintor de batallas. El “buenismo”, el “aquí todo el mundo es bueno”, nos pone una barrera. Sin violencia, sin horror, sin mal, es imposible comprender al ser humano.
-Además, frente a un malvado siempre se gana más que frente a un estúpido.
-Claro. Yo prefiero a un malvado que a un estúpido. Un malvado inteligente, quiero decir, pues la maldad inteligente es mucho más nutritiva que la estupidez bondadosa.
-No te voy a preguntar por tus rincones oscuros…
-No te los iba a contar –salta rápido, antes de que yo termine de formularle la pregunta.
-Ya, pues dejarían de ser oscuros –le contesto–. Pero lo que quería preguntarte es si hace falta tenerlos para dedicarse a novelista.
Su boca calla. Sus ojos responden con el destello del que sabe que su oficio consiste en ocultar más que en mostrar. Aún así, se explica:
-Hasta que uno no se ha manchado las manos de sangre no es hombre en el sentido intelectual de la palabra. Hasta que uno no tiene remordimientos, certeza de su propia oscuridad, no es ser humano lúcido y consciente. La sangre en las uñas es fundamental. ¿Por qué Ulises es sabio? Pues porque ha sobrevivido a Troya. El héroe que muere en Troya no tiene ningún problema; muere en plena gloria sin plantearse preguntas. Lo malo es cuando el héroe sobrevive y tiene que regresar a Ítaca con los muertos en la memoria, con el grito de las mujeres violadas, con la sangre en las uñas. Ulises es el héroe moderno, interesante de verdad, el que sobrevive a Troya, el que envejece, el de canas en la barba, el que tiene memoria y horror en la memoria, el que ha bajado a la cueva del Cíclope, el que ha estado en el vientre del caballo de madera. La medalla, el signo que distingue al héroe, es tener sangre en las manos.
Cuando habla, escupe la lucidez del que ha vivido con intensidad, del que se ha enfrentado muchas veces contra sus propios límites. Una lucha interior que sigue manifestando:
-Ningún ser humano es completamente comprensible hasta que no lo ves en sus abismos más oscuros. Y esta novela habla de eso, de cómo es necesario, a veces, bajar hasta el pozo oscuro del ser humano para comprenderlo. Por eso el hombre occidental no entiende nada de lo que está pasando, el hombre occidental está indefenso frente a la realidad. Porque hemos perdido la capacidad de ponernos a la altura del horror. Y esta novela intenta recordar que el horror está en cada uno de nosotros.
Y así sigue hablando, a sabiendas de que basta sólo con poner una micra de más en la balanza, un paso, una mirada, una calle oscura, un roce de brisa en la piel, para que el ser humano actúe como siempre actúa.
Hablamos de ajedrez y de guerra. “Yo soy demasiado imaginativo para ser buen jugador de ajedrez, paradójicamente. Yo estoy jugando al ajedrez y de pronto una jugada brillante me seduce tanto que me pongo en ella y ya me da igual ganar o perder la partida. Mi contrincante sólo tiene que esperar a que cometa el error. Con esto quiero decir que la imaginación, y en este caso la literatura, a veces, te apartan del objetivo. A veces un exceso de literatura, puede apartar la verdadera realidad a los ojos de las personas. Puede crearnos espejismos que nos desvíen del objetivo principal. Un excesivo análisis del hecho a veces desvirtúa el concepto”.
En su novela, Cádiz es un tablero de ajedrez en el que un asesino en serie se va comiendo a niñas en edad de merecer, igual que si fueran peones. Un reto para Rogelio Tizón, jugador de ajedrez que, llegado el momento, juega a dar caza al asesino por puro placer intelectual, antes que por cumplir con el deber patriótico de su cargo como policía. Es un hombre que busca rivales, un jugador que sólo se deja destrozar con método. Así, por el lugar donde van a caer las bombas que tiran los franceses, Rogelio Tizón interpreta el caso.
-Hablando de bombas y de nuestra guerra contra los franceses, llama la atención que la organización del ejército español no existe en la novela, pues no existe ejército como tal. Los militares españoles no aparecen. ¿Dónde estaba el ejercito?
-No estaba. Yo podía haber contado una novela en la cual narrase con peripecias cómo el ejército español era derrotado, no existía, se disolvía, se deshacía. Pero no lo he hecho. Me he limitado a no hablar de algo que no existía. El lector averigua que no hay ejército español sin que yo se lo cuente. Ésa ha sido mi manera de contar la guerra y la historia. Más por defecto que por exceso.
-La Guerra de la Independencia, y en especial el sitio de Cádiz, destrozaron la autoridad moral de Napoleón en Europa, él mismo lo reconoce. Pero sabía en la que se metía. Habíamos sido aliados en Trafalgar.
-No, no lo sabía. Él pensaba que era un pueblo de idiotas manejado por curas. Se equivocó. Pero se juntaron muchas cosas. A Cádiz lo salvó su geografía, no sus hombres.
-Siempre había creído que lo de Napoleón era ese deseo de exponerse para después sentir que has salido vivo del conflicto.
-No, ahí Napoleón pensó que esto estaba chupao y no.
-Y tú, ¿cuál es la última vez que te has expuesto?
Me enfila con la mirada. De abajo a arriba. Se detiene en los ojos y señala la grabadora. Yo se lo agradezco con una última pregunta:
-¿A cuántos “Arturos” has tenido que matar para llegar a ser “Arturo Pérez-Reverte”?
-Yo no he matado a ninguno, pero lo cierto es que van muriendo. La vida es eso, ir enterrando cadáveres. Cuando uno llega a los 58 años con una biografía más o menos llena de cosas y mira hacia atrás, hay una cantidad asombrosa de cadáveres en las cunetas. Cuando tengo veinte años y voy por primera vez a una guerra, yo no soy consciente de que hay un Arturo que está muriendo en esos momentos. Pero con la edad, miro para atrás y lo veo muerto allí.
-Sabes que si todos ellos se reunieran podrían trazar tu biografía.
-Es gracioso que digas eso, pues a veces los he imaginado alrededor de mi tumba y hablando de mí, y supongo que entre ellos serían extraños unos a otros. Hasta tal punto el camino ha sido largo. Es decir, de los primeros hasta ahora hay mucha diferencia. El Arturo ingenuo, el Arturo indeciso, el Arturo superado por esto o por lo otro. Para cualquier hombre también sería muy interesante una reunión de las mujeres que conoció en la vida. Como en esa narco-canción mejicana que me gusta tanto.
Es entonces cuando asoma el Arturo de 58 años, pelo pincho y barba cana, y se me pone a canturrear con voz de lobo flaco:
-Veinte mujeres hermosas / al panteón van a llegar / todas vestidas de negro / mi cajón van a rodear. / Unas lloran de tristeza / otras su dolor sincero / otras si no me equivoco / le están llorando al dinero.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal