viernes, mayo 28, 2010

Cuento de Junot Díaz: "Flaca"


Si aún no lees LA MARAVILLOSA VIDA BREVE DE ÓSCAR WAO, pues tienes que ponerte al día cuanto antes. Se trata –enemigo de la lectura quien lo dude- de una de las mejores novelas publicadas en la década. Todos los honores y premios recibidos (incluyamos el Pulitzer 2008) por Junot Díaz a razón de esta publicación, son más que merecidos. Tuve el enorme gusto de entrevistarlo el año pasado, para Literaturas.com. Pueden chequear aquí, si gustan (y advierto: no está entre las mejores entrevistas que he realizado, la honestidad por encima de la panudez).
Buscando información sobre Díaz encuentro un relato suyo –vía parada en El Boomerang- en la revista Eñe: “Flaca”.
La traducción es de Miguel Marqués.
(De nada.)


Se te solía ir el ojo izquierdo cuando estabas cansada o te encojonabas. Está buscando una salida, solías decir, y los días que nos veíamos se agitaba y se movía, y tenías que ponerte un dedo encima para que parara. En eso estabas cuando me desperté y te encontré sentada en el borde de mi silla. Aún tenías puesto eluniforme de profesora, pero te habías quitado el saco y te habías desabrochado los botones para que yo pudiese ver las pecas de tu pecho y el brassier negro que te había regalado. No sabíamos que eran los últimos días, pero deberíamos haberlo sabido.
Acabo de llegar, dijiste mirando por la ventana hacia donde habías parqueado tu Saturn.
Ve a subir las ventanillas.
No voy a quedarme mucho.
Te van a robar.
Ya casi me estoy yendo.
Te quedaste en la silla y yo sabía que no debía acercarme. Tenías un sistema minucioso que creías nos mantendría lejos de la cama: te sentabas en el otro extremo del cuarto, no me dejabas que te crujiera los dedos, jamás te quedabas más de quince minutos. Nunca funcionó.
Muchachos, les traje algo de cenar, dijiste. He hecho lasaña en las clases y traje las sobras.
Mi cuarto es pequeño y caliente. Nunca querías quedarte aquí (es como estar dentro de una media, decías) y siempre que los muchachos andaban fuera dormíamos en la sala, ahí fuera, sobre la alfombra.
La melena te hacía sudar y por fin te quitaste la mano del ojo. No dejaste de hablar ni un momento.
Hoy me llegó una nueva estudiante. Su mamá me dijo que tuviese cuidado con ella porque ve vainas.
¿Ve vainas?
Ve vainas. Pregunté a la señora si ver vainas le ayudaba en la escuela. En realidad no, pero a mí me ayuda algunas veces en la lotería del barrio, dijo ella.
Se suponía que debía reírme, pero me quedé mirando fijamente hacia fuera, donde una hoja con forma de manopla se había quedado pegada al parabrisas de tu carro. Estabas parada junto a mí. Cuando te vi, primero en nuestra clase sobre Joyce y luego en el gym, supe que te llamaría Flaca. Si hubieses sido dominicana, mis vecinos se habrían preocupado por ti, habrían dejado bandejas de comida ante mi puerta. Montañas de plátano y yuca ahogados en hígado y queso frito. Flaca. Aunque tu nombre fuera Veronica, Veronica Hardrada.
Los muchachos ya casi llegan, dije. Quizá deberías subir las ventanillas del carro.
Ya me estoy yendo, dijiste, cubriéndote de nuevo el ojo con la mano.
En teoría, lo nuestro no iba a llegar a nada serio. No nos imagino casándonos ni nada de eso y tú asentiste con la cabeza y dijiste que lo entendías. Luego singamos para fingir que nada doloroso acababa de ocurrir. Era como la quinta vez que nos veíamos y tú traías un vestido de tubo negro y unas sandalias mexicanas. Me dijiste que podía llamarte cuando quisiera, pero que tú no me llamarías a mí. Tienes que decidir cuándo y dónde, insististe. Si me lo dejas a mí, querré verte todos los días.
Al menos eras sincera, que es más de lo que puedo decir de alguna gente. Los días de entre semana nunca te llamaba, ni siquiera me hacías falta. Me mantenía ocupado con los muchachos y mi trabajo en Transactions Press. Pero los viernes y sábados en la noche te llamaba si no encontraba a nadie en los clubs. Hablábamos hasta que se alargaban los silencios. Al final preguntabas ¿Quieres que nos veamos?
Yo siempre decía Sí, y mientras te esperaba le explicaba a los muchachos que sólo era sexo, tú sabes, nada más. Y tú llegabas con una muda de ropa y un sartén para hacernos el desayuno, quizá las cookies que habías preparado para tu clase. Los muchachos te encontraban a la mañana siguiente en la cocina, con una de mis camisetas. Al principio no se quejaban, porque suponían que te marcharías y ya. Y para cuando empezaron a decir algo era demasiado tarde, ¿no es verdad?
Me recuerdo: los muchachos no me quitaban ojo de encima porque estaban seguros de que iba a quedar guillao. Razonaron que dos años no era poca cosa, aunque en todo ese tiempo no te hubiera reclamado como mía. Pero lo loco es que me sentía bien. Sentía como si el verano se hubiera apoderado de mí. Les conté a los muchachos que era la mejor decisión que había tomado nunca. Uno no puede estar rapando con blanquitas toda la vida.
Después de que me dieras una bola hasta mi casa esa noche, el Old Man y Stinky quisieron saber qué diantre estaba yo pensando.
Estoy pensando que deberíamos salir de bonche esta noche, dije yo. Tengo que buscarme una negra pronto.
Me acuerdo: nos conocimos en clase. Tú nunca hablabas pero yo sí, todo el tiempo, y una vez tú me miraste y yo te miré y te pusiste tan roja que hasta el profesor se dio cuenta. Eras whitetrash de las afueras de Paterson y eso se notaba en tu nulo sentido de la moda. Salías mucho con niggas. Yo te dije que tenías algo con nosotros y tu dijiste, enojada, No, eso no es así.
Me acuerdo: solías darme bolas a casa en tu Saturn.
Me acuerdo: la tercera vez acepté. Nuestras manos se tocaron en el asiento delantero, pequeñas fugitivas.
Ahora nos llevamos bien. Yo te digo Podríamos hacerle una visita a mi mamá, y tú niegas con la cabeza. Quiero pasar tiempo contigo, respondes. Si la semana que viene seguimos bien, iremos a verla.
Eso es todo lo que puedo esperar. No nos tiramos objetos el uno al otro, no nos dijimos cosas que pudiéramos recordar por años. Me miras mientras te cepillas el pelo. Cada cabello que se rompe es tan largo como mi brazo. No quieres dejarlo, pero tampoco quieres que te hagan daño. No es una situación nada fácil, pero ¿qué puedo decirte?
Manejamos en dirección a Montclair, no hay casi nadie en el Parkway. Todo está tranquilo y oscuro y los árboles brillan por las lluvias de ayer. Justo al sur de los Oranges, el Parkway atraviesa un cementerio. Miles de lápidas y mausoleos a ambos lados. Imagínate, dices señalando la casa más cercana, si tuvieras que vivir ahí.
Los sueños que tendrías, digo yo.
Asientes. Las pesadillas.
Parqueamos frente a la tienda de mapas y entramos en nuestra librería. A pesar de la cercanía del college, somos los únicos clientes, nosotros y un gato de tres patas. Te sientas en un pasillo y empiezas a buscar entre las cajas. El gato se te echa encima. Yo les doy una ojeada a las historias. Eres la única persona que conozco que puede pasar tanto tiempo en una librería como yo. Una sabelotodo de las que no se encuentran todos los días. Cuando voy a ver dónde estás, te encuentro leyendo un libro de niños, descalza y tocándote los callos que te han salido en los pies por el jogging. Rodeo tus hombros con mis brazos. Flaca, digo. Tu pelo a la deriva se engancha en mi barba de dos días. No me afeito lo suficiente para nadie.
Puede funcionar, dices tú. Sólo tenemos que dejar que funcione.
Ese último verano querías ir a algún sitio, así que planeé un paseo a Spruce Run, donde los dos solíamos ir cuando éramos carajitos. Tú te recordabas de los años e incluso de los meses de tus visitas; a lo más que yo llegaba era a Cuando Yo Era Muchacho.
Mira esa flor de zanahoria, dijiste. Te asomabas por la ventanilla, al aire de la noche, y yo te había colocado la mano sobre la espalda, por si acaso.
Los dos estábamos borrachos. Bajo la falda no llevabas más que unas medias con liga y llevaste mi mano a tu entrepierna.
¿Qué hacías aquí con tu familia?, preguntaste.
Miré el agua nocturna. Hacíamos barbacoa. Barbacoa dominicana. Mi papá no sabía, pero insistía una y otra vez. Preparaba una salsa roja que luego echaba a las chuletas y después invitaba a los desconocidos a comer. Era terrible.
Yo llevaba un parche en el ojo cuando era niña, dijiste. Quizá nos conocimos aquí y nos enamoramos entre platos de barbacoa mal hecha.
Lo dudo, repuse yo.
Lo digo por decir, Yunior.
Quizá estuviéramos juntos hace cinco mil años.
Hace cinco mil años yo estaba en Dinamarca.
Es verdad. Y una mitad de mí estaba en África.
¿Haciendo qué?
Trabajar la tierra, supongo. Eso es lo que todo el mundo hace en todos los sitios.
Quizá estuvimos juntos en algún otro momento.
No sé cuándo, dije yo.
Tú intentabas no mirarme. Quizá hace cinco millones de años.
Hace cinco millones de años no había gente.
Esa noche te quedaste tumbada en la cama sin poder dormir, escuchando las ambulancias que rompían el silencio de nuestra calle. El calor que desprendía tu cara podría haber mantenido caliente mi cuarto durante días. Yo me preguntaba cómo soportarías tu propio calor, el calor de tu pecho, de tu rostro. Apenas podía tocarte. Sin venir a cuento dijiste Te quiero. Por si te interesa.
Ése fue el verano de mis insomnios, el verano en que salía a correr por las calles de New Brunswick a las cuatro de la mañana. Sólo ese verano fui capaz de correr más de dos millas, cuando no había tráfico y las farolas volvían todo del color del papel de aluminio, incendiando las partículas de humedad sobre los carros. Me acuerdo de correr alrededor de las Memorial Homes, a lo largo de Joyce Kilmer Avenue, hasta más allá de Throop Avenue, donde sigue el Camelot, aquella locura de bar, todo quemado y entablado aún.
Pasé noches sin dormir. Cuando el Old Man volvió de UPS, yo estaba anotando las horas de llegada de los trenes que venían de Princeton Junction; se los podía oír frenando desde nuestro salón, un rechino justo al sur del corazón. Imaginaba que el no poder dormir significaba algo. Quizá lo explicara la pérdida o el amor o alguna otra palabra que decimos cuando es demasiado fokin tarde. Pero los muchachos no eran muy dados al melodrama. Oyeron mis vainas y dijeron No. Sobre todo el Old Man. Divorciado a los veinte años, con dos hijos en el DC a los que ya no ve. Me oyó y dijo Escucha. Hay cuarenta y cuatro maneras de superar esto. Mostró sus manos cortadas. La manera número uno es un trabajo.
Regresamos a Spruce Run una vez más. ¿Te recuerdas? Cuando las peleas parecían alargarse hasta el infinito, y siempre terminábamos en la cama, arañándonos como si eso fuera a cambiar algo. En un par de meses tú estarías viendo a alguien y yo también; ella no era más oscura de piel que tú, pero lavaba los pantis en la ducha y tenía el pelo como un mar de pequeños puños. La primera vez que nos viste te volteaste y subiste a una guagua que, yo sabía, no tenías que coger. Cuando mi jeva preguntó Y ésa, ¿quién era?, yo respondí Nadie, un cuerito blanco.
En esa segunda excursión me senté en la orilla y te miré salir trabajosamente del agua, miré cómo dejabas que el lago te frotara los brazos y el cuello delgado. Ambos teníamos resaca y yo no quería mojarme en absoluto. El agua cura, dijiste tú. El párroco lo dijo en misa. Llenaste una botella para llevársela a tu primo, que tenía leucemia, y a tu tía, que sufría del corazón. Tenías puesta la parte de abajo de un bikini y una camiseta, y una neblina difuminaba la superficie del agua y se entrelazaba sobre los árboles. Avanzaste hasta que el agua te bajó a la cintura y te detuviste. Yo te miraba fijamente y tú a mí. En ese momento, eso era amor, ¿no es verdad?
Esa noche te metiste en mi cama, increíblemente delgada, y cuando intenté besar tus pezones cruzaste tu brazo ante mi pecho. Espera, dijiste.
Abajo, los muchachos veían TV y gritaban.
Tú dejaste que el agua goteara de tu boca y estaba fría. Llegaste hasta mi rodilla y te volviste a llenar la boca con la botella. Yo escuchaba tu respiración, su levedad, escuchaba el sonido que el agua hacía dentro del recipiente. Y entonces me cubriste la cara, la entrepierna y la espalda.
Susurraste mi nombre completo y nos quedamos dormidos en un abrazo, y me recuerdo cómo a la mañana siguiente te habías ido, te habías ido del todo, y no había nada en mi cama o en la casa que pudiera demostrar lo contrario.

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