jueves, junio 17, 2010

Cuando seguíamos el fútbol por la radio

Ayer en la tarde disfruté de la goleada de Uruguay ante Sudáfrica. Si la memoria no me falla, en su momento dije en este blog que sí le tenía esperanza a lo que la celeste pudiera hacer en el mundial. Pues bien, los muchachos de Tabárez van paso a paso, con calma nomás.
Entonces, como no he posteado sobre fútbol, me aboqué a la búsqueda de algún buen texto futbolero en Internet, que sea sencillo y honesto, que no haga alarde de la posera erudición de los que jamás han pisado un balón y que no se traicione por el falso realismo de aquellos escribas que ni siquiera saben lo que es lastimarse el brazo luego de una volada (solía ser arquero, y muy talentoso, por cierto). Y lo encontré: Cuando seguíamos el fútbol por la radio, de Daniel Alarcón. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia. Publicado el viernes 11 en El País.


Como la mayoría o prácticamente todos los niños que vivían en los años cincuenta en Arequipa, Perú, mi padre, Renato, estaba obsesionado con el fútbol; a diferencia de muchos de ellos, le apasionaba tanto retransmitir el partido como jugarlo. Todos los domingos iba al estadio con mi abuelo, y en el descanso se aproximaba al palco de prensa, se asomaba e intentaba oír los comentarios. Los hombres de radio le impresionaban; nunca les faltaban las palabras. Los lunes, los periódicos locales mostraban gráficos de los goles marcados el día anterior, y mi padre los estudiaba, recordaba las jugadas tal como las había visto y pensaba en cómo habría narrado él los preliminares, el disparo, el vano intento de pararlo del portero y el impacto del balón contra el fondo de la red. De noche, se dormía relatando partidos en su cabeza, partidos en los que jugaban sus héroes, los chicos de los equipos locales, el FC Melgar, o el Piérola, o Alianza San Isidro. Pasaba los sábados en el campo que había tras el colegio, con un micrófono conectado a un altavoz diminuto, relatando los partidillos que jugaban los de unos cursos contra otros. Allí empezó a construir su reputación, empleando la voz para añadir cierto glamour a lo que no eran más que unos partidos de barrio corrientes y molientes. Los jugadores reaccionaban ante sus barrocas e ingeniosas descripciones del partido y mejoraban la calidad de su juego.
Poco después, mi padre empezó a actuar en concursos locales, entre ellos uno que se celebró en el teatro municipal de Mollendo, con todas las entradas vendidas. Improvisó un partido imaginario entre su adorado Melgar y el Universitario, los odiados rivales de la capital, Lima. Cuando, en su narración del partido inventado, el Melgar marcó un gol, la gente dio vítores y lo celebró con tanto entusiasmo como si el gol hubiera sido real. Mi padre recuerda ver al público, unos 300 hombres, mujeres y niños que gritaban puestos de pie, y no acabar de creérselo. La gente se abrazaba, daba palmas. ¡Golazo! Bajó del escenario y fue donde estaba su tío Juan Castor llorando, orgulloso.
Si todo esto parece muy fantasioso, hay que recordar cómo se vivía el deporte en los tiempos anteriores a la llegada de la televisión, antes de las omnipresentes repeticiones de jugadas y la posibilidad de ver los momentos destacados de los partidos en Internet. En Perú, a principios de los años cincuenta, si uno no estaba en el estadio viendo el partido en persona, tenía que representárselo en su cabeza, inspirado por la hábil narración de un locutor de radio. Aprendía a verlo, a imaginárselo.
El fútbol no es fácil de contar, desde luego, con su campo tan grande, su velocidad y lo imprevisible de sus jugadas. Los mejores jugadores suelen ser los que se mueven de manera más inesperada, los imaginativos, los que se van muy lejos de su posición cuando se lo exige su instinto. ¿Cómo describir un hábil pase rápido con la parte exterior del pie, o a un defensa que pierde el equilibrio, engañado por una finta sutil, casi imperceptible, de las caderas? Y eso no es más que parte del problema: cualquier descripción de un partido para la radio tiene que ser precisa y al mismo tiempo global. Se narra la jugada, pero también lo que puede venir a continuación: no solo quién tiene la pelota, sino también dónde están sus compañeros de equipo, sus adversarios, las distintas posibilidades.
He pensado mucho en aquella noche del teatro municipal. Quizás es imposible reproducir la inocencia de una multitud capaz de dar gritos de entusiasmo mientras un niño en el escenario describía un partido imaginario y un gol también imaginario. Son otros tiempos. Los goles están devaluados como moneda de cambio, por supuesto. En 2010 podemos verlos todo el día: los goles marcados en las ligas de Japón, Bélgica, Paraguay o Ghana; goles de volea, de cabeza, autogoles, goles que parecen accidentes o que son obras de arte, y a mitad de camino entre las dos cosas. Podemos ingerir una dieta constante de goles, pero todo eso está tan lejos del deporte que jugaba mi padre y del que se enamoró cuando era niño, tan lejos del deporte que narraba, que es totalmente irreconocible. Esa noche, mi padre convenció al público de que el partido que estaba describiendo era real; y en un partido de verdad, los goles son la excepción, y casi siempre llegan por sorpresa. El público gritó y celebró aquel gol inventado por un simple motivo. Les tenía tan cautivados con el partido que, cuando lo contó, fue algo inesperado.
Mi padre era un estudioso del arte de narrar el fútbol, y todos sabían que tenía un don. No mucho después le invitaban al palco de prensa en el estadio los domingos; de vez en cuando incluso le daban un micrófono al chico. En 1956, el legendario locutor Óscar Soto Solís dejó Arequipa para probar suerte en la capital; y Radio Continental, la emisora más poderosa en el sur de Perú, se encontró de pronto sin su voz emblemática. Al cabo de unos meses habían encontrado sucesor: mi padre. Dos años más tarde, había pasado de narrar partidos de barrio a transmitir en directo desde el estadio del Melgar todos los domingos. No tenía más que 14 años.
Mi padre y yo hemos pasado muchas horas hablando de fútbol. Cada vez que se me quedaban pequeñas unas botas, él me recordaba que en su niñez jugaba descalzo. Si necesitaba un balón nuevo, me decía que sus amigos y él se fabricaban el suyo, con gomas, periódicos y calcetines viejos. Me gustaba oír esas historias, hacían que el deporte me resultase más especial. Cuando era niño, estaba obsesionado con el fútbol, como mi padre; a diferencia de él, crecí en un lugar en el que no podíamos ir al estadio todos los domingos, donde no había posibilidad de contacto con futbolistas profesionales, ni en persona ni en televisión ni, desde luego, en la radio. En realidad, no vi un partido de fútbol bien jugado hasta el verano de 1986, cuando nuestra empresa local de televisión por cable nos dio Univisión durante un mes. Me preparé leyendo recortes de prensa que me enviaban mis primos desde Lima, con perfiles de jugadores, predicciones sobre los equipos y, por supuesto, gráficos de goles famosos. Los estudiábamos juntos. Luego empezó el campeonato, y vi todos los partidos.
Mi padre trabajó en Radio Continental durante cuatro años, hasta que sus estudios se lo impidieron. Hacia 1960, Soto Solís regresó de Lima; la leyenda local nunca alcanzó el éxito que esperaba en la capital. Era el momento idóneo para que mi padre dejara el trabajo. El veterano locutor recuperó su puesto y mi padre dedicó toda su atención a la universidad.
Por supuesto, cuando oigo a mi padre contar sus historias de la radio, siento nostalgia por algo que nunca viví. Puede que escuchar un partido en la radio no sea una experiencia más rica que verlo por televisión, pero de lo que no cabe duda es de que son dos experiencias diferentes. Si el hecho de ver solo las jugadas destacadas, los goles, distorsiona nuestra concepción del fútbol, quizá el antídoto sea un partido bien narrado en la radio: nos permite ver partes del juego a las que no prestaríamos atención. Un buen locutor se da cuenta y nos las relata: el espacio entre los centrocampistas, un portero peligrosamente descolocado, un delantero frustrado que espera con impaciencia el balón.
Para cuando llegó la televisión a Arequipa, mi padre ya se había ido a vivir a la capital para continuar su educación. Hace no mucho le pregunté sobre ello; sobre esa transición, sus repercusiones sobre el deporte y sus consecuencias en la imaginación de los aficionados. Estaba acordándome de aquellas 300 personas del público en el teatro municipal de Mollendo. Con la televisión, aquella velada habría sido imposible.
¿Algo se perdió?
Mi padre se lo pensó, pero no demasiado. Al fin y al cabo, le gustaba el deporte. Le gustaba estar cerca de donde transcurría la acción. Y, sobre todo, confiaba por completo en su capacidad de transmitir ese amor, independientemente del medio: "Si hubiera habido televisión en aquella época", dijo, "por supuesto, yo habría trabajado en la televisión".

3 Comentarios:

Blogger A dijo...

No sé si Alarcón lo sepa, pero esos tiempos no son tan distantes. Recuerdo la década de los 90 cuando los partidos que jugaban de local los equipos de la Copa Libertadores sólo podían ser transmitidos por televisión en diferido. Entonces la radio nos ilustraba el terreno y las acciones del partido ''en vivo y en directo desde el Estadio Nacional de Lima''. Era la voz de Roberto Zegarra la que sostenía nuestras emociones por RPP. En esos tiempos me convencí de que las narraciones televisivas carecían de la misma fuerza emotiva que sí poseían las narraciones radiales (siempre me imaginaba la voz de Roberto Zegarra relatando un partido por televisión). Eran esos tiempos, sin saberlo yo, los instantes últimos de un antiguo apogeo.

Hoy hemos optado por la imagen porque, querámoslo o no, nos presenta una realidad mucho más completa. La radio -como ha acotado Alarcón- nos dejaba las acciones a la imaginación: uno podía concebir un gol en múltiples versiones antes de constatarlo por televisión. En otras palabras, la interpretación y visión que teníamos del fútbol rebosaba de pluralidad, jamás era unívoca.
La imagen, por supuesto, también tiene sus ventajas: su realidad es concreta, no posible; la belleza que nos muestra es la propia existencia (el mejor de los mundos posibles, sin pecar de plaglossiano).

La realidad es una: el fútbol cambió. Triunfaron los sistemas por encima de las individualidades; los mundiales de fútbol ahora tienen más que ver con la tecnificación y la producción del capital que con el propio fútbol; la imagen, finalmente, ha congelado en nuestra imaginación ese deporte que en otros tiempos podía ser fuente de inmensas mitologías futboleras. Pero esto es el fútbol y nos mueve: sólo nos queda imaginar su devenir.

11:44 a.m.  
Blogger Gabriel Ruiz-Ortega dijo...

Los tiempos han cambiado y el recuerdo de esas emisiones radiales aún permanecen en mi memoria, en los recuerdos de la adolescencia para ser más preciso.
G

11:56 a.m.  
Blogger Orlando Mazeyra Guillén dijo...

De acuerdo con Armando. En los noventa yo escuchaba los partidos de la Libertadores y sobre todo las eliminatorias, con la TV en 'mute' y con la radio a todo volumen. Creo que el mejor locutor deportivo del fútbol peruano es Roberto Zegarra Torres.
Lo que sí me parece increíble del gran texto de Daniel Alarcón es que, en un teatro mollendino, el público exultante grite un gol del Melgar contra Universitario (así se trate de un partido imaginario). Los que vivimos acá sabemos que los mollendinos (y los camanejos) no se sienten arequipeños y menos rojinegros. Nunca olvido la frase de Oblitas: "Yo no soy arequipeño, soy mollendino". Lo más probable es que la gente que llenó el teatro hayan sido arequipeños veraneando en Mollendo. Hasta recuerdo, con algo de rabia, que cuando jugaba en Arequipa el Ovación Sipesa de Chimbote (que venía con un arquerazo uruguayo que luego fue arquero del Perú: el viejo J.C. Balerio) llegaban barristas de Mollendo para alentar a los chimbotanos. Encontrar hinchas del Melgar en Mollendo o Camaná es una quimera. Aunque en este caso, habría que hacerle caso al Gabo: "La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda. Y cómo la recuerda para contarla".
Un saludo, Gabriel.
Orlando

7:44 a.m.  

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