miércoles, junio 30, 2010

Les Freaks


En la última edición de Radar Libros encuentro Les Freaks, reseña de Rodrigo Fresán sobre la novela EL TUTÚ, de Princesa Safo. Se trata de una de esas rarezas que sobreviven a los justos caprichos del tiempo. La verdad, lo acepto, no sabía nada de ella hasta la presenta reseña. Bien sabemos que Fresán hace alarde de un sugerente poder que nos lleva a devorar cuanto antes libros que aún no hemos leído, eso ocurre, imagino, cuando se escribe sobre los libros que realmente nos gustan. Vale antonar, a modo personal, que el segundo párrafo del texto es quizá lo más corrosivo y efectivo que haya leído sobre publicación alguna. Espero pues que nuestros maravillosos y geniales distribuidores no demoren en traerla a librerías limeñas.


Se rescató en España El tutú, una de las novelas más raras del siglo XIX: un tour de force por la extrañeza y el calculado delirio que anticipa la vanguardia de Jarry, Apollinaire, Buñuel y Dalí.
Puede leerse El tutú –y a su misterioso autor escondiéndose bajo el alias de Princesa Safo– como a un Marcel Proust que ha hundido su magdalena en un tazón rebosante de LSD mientras lo filman los Hermanos Coen de El gran Lebowski. Algo así.
Definida por Juan Goytisolo como “obra maestra de humor corrosivo y de inventiva feroz”, por Julián Ríos como “aerolito literario”, y entendida por sus adoradores como “la novela más misteriosa del siglo XIX”, El tutú es una de esas contadas rarezas que, a poco de empezar a bailar, consiguen imponer en el lector una realidad alternativa que, enseguida, contagia con la irracional lógica de su delirio.
Editada por primera vez en 1891 por el editor belga afincado en París y “especializado en literatura oscura” León Genonceaux –son varios los estudiosos que aseguran que la Princesa Safo fue él mismo, mientras que otros apuntan a nombres secundarios de la revista Fin de Siècle como los de René Emery, Henri d’Argis o Laurent Tailhade–, El tutú puede ser apreciado hoy como uno de esos artefactos involuntariamente de avanzada y cuya revulsión vanguardista surge más del exabrupto apasionado que de una fría planificación. Prueba de ello es una prosa –bien conservada por su traductor en la exquisita edición de Blackie Books– que cruje y desconcierta y maravilla con frases como “Hacía girar en sus órbitas unos ojos de devorador de casas”.
Aun así –mejor así, pienso–, aquí ya se detectan tics y guiños y hasta taras que años después marcarían los modales del Ubú de Alfred Jarry, del Croniamantal de Guillaume Apollinaire o de esa navaja cortando el ojo de Buñuel & Dalí hasta llegar a los espumosos días de Boris Vian.
Todo esto rotando en puntas de pie alrededor de la figura del edípico y “modelo perfecto de hombre mundano” Mauri de Noirof quien nos invita –y nos arrastra– a una parada de monstruos sin frenos. Una comedia de malas costumbres y manual de etiqueta tachada donde hay lugar para diálogos con Dios, puestas en escena de óperas demenciales, matrimonios con obesas alcohólicas, orgías papales, embarazos de mujeres bicéfalas, máquinas para amamantar culebras, bloques de mármol que crecen y engordan, ensoñaciones con trenes de alta velocidad y cierta obsesión con el acto y el arte de cagar.
Se sale de El tutú como de una fiebre que enseguida se extraña. Y, de inmediato, queriendo regresar a ella –buscando leer alguna otra infección que nos devuelva a sus escalofríos y sudores– comprendemos que no hay boleto de vuelta.
Sólo queda, entonces, releerla. Y seguir temblando. O bailando aquello de “Le freak, c’est chic”.

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