jueves, julio 29, 2010

Luis Hernán Castañeda - EL FUTURO DE MI CUERPO - Texto de presentación

No pude asistir a la presentación de la novela EL FUTURO DE MI CUERPO (Estruendomudo, 2010), de Luis Hernán Castañeda.
Los que sí estuvieron, me dicen que la presentación estuvo muy buena; no me sorprende, he sido testigo virtual de la expectativa que ha despertado este quinto libro del autor, a quien sigo considerando el de mayor proyección de la nueva camada de narradores peruanos. Aún no leo efdmc, pero lo haré a partir de la próxima semana, de todas maneras.
El texto que leerán a continuación es el que preparó LHC y que no pudo leer por la sencilla razón de que la presentación empezó un poco tarde, como bien sabemos, los horarios tienen que cumplirse sí o sí en un contexto de feria.


“El futuro de mi cuerpo” es una novela que me tomó por asalto. La tarde del 15 de julio del año pasado, yo iba en un taxi por la Vía Expresa cuando, de repente, la semilla de esta historia, quién sabe desde cuándo alojada en regiones oscuras, irrumpió en mi conciencia. Lo sé muy bien porque ese mismo día anoté, en la libreta que después se convertiría en el diario de la novela, las características de ese embrión inoportuno: se trataba del sueño de una sensación, una tristeza profunda, desolada, que impregnaba una situación inicial: la imagen de dos personas que se miran, dos amantes frente a frente, que después vendrían a llamarse Ángel y Serena, los dos peruanos residentes en Estados Unidos que protagonizan el argumento; ellos están ahí desde hace tiempo, simplemente observándose, pues comparten una historia intensa que, pese a lo aparente, ha terminado ya, en algún momento del pasado, de manera que su presencia, al parecer sólida y real, no es más que el espejismo de un mundo perdido, la danza terca de dos fantasmas que se niegan a disolverse y admitir que no existen.
Dicho de otro modo, lo primero fue esa terrible sensación de la presencia de la muerte en la vida, o de la ausencia de vida en los que creen estar vivos, y se engañan; en las horas, días, semanas y meses siguientes, esta semilla de melancolía se transformaría en un agujero negro que atraería, absorbería y transfiguraría todo lo que saliera al paso. Como suele suceder, todas las manifestaciones de la vida psíquica se pondrían a su servicio, generando una confabulación de recuerdos, sensaciones y afectos que devendrían, gracias al esfuerzo organizador del novelista, en una escaleta de imágenes concatenadas en movimiento. El escritor Iván Thays, quien fue y sigue siendo un maestro para mí, en la literatura y en la vida, propone una imagen más bella para explicar este proceso de acopio y organización de los fragmentos que componen una obra: Iván escribe, en su novela “La disciplina de la vanidad”, que “los escritores son pájaros que acopian ramas y hojas secas sin saber bien para qué, hasta que un día saben, por naturaleza, que con esos retazos deben construir un nido, la obra literaria”.
Entre los fragmentos de vida interior secuestrados por mi nido o mi agujero negro, lo central fue el recuerdo vago de un evento, un festival muy particular que se realiza todos los años en Colorado, Estados Unidos, que es el sitio donde vivo: el Festival del Hombre Muerto y Congelado. En mi novela habría una pareja, habría una separación, habría una muerte y habría un viaje, y todo sucedería en el marco de los tres o cuatro días que dura el mencionado carnaval. De ahí partí, el resto fue llegando y acoplándose por su cuenta: aflorando en la mente, cuya misión no fue crear sino darle una estructura al caos.
El Festival del Hombre Muerto y Congelado se celebra todos los marzos en el pueblito de Nederland, Colorado, una aldea bizarra de 1,500 habitantes situada a 2,500 metros sobre el nivel del mar y a media hora de Boulder, la ciudad universitaria donde vivo desde el año 2006. ¿Por qué elegí este evento como el marco de la historia? Yo había estado en Nederland varias veces, de visita, pero nunca había asistido al festival, una celebración de la que oí hablar y descarté al instante, con una sonrisa despectiva, como una excentricidad rural del todo ajena a mis intereses. Sin embargo, algo en mí no olvidó esa leyenda local, la rescató de la intrascendencia y me la devolvió de pronto, convirtiéndola en uno de los asuntos más importantes de mi vida. ¿Cómo así, por qué y para qué? No fue, en realidad, una decisión mía; fue una asociación instantánea entre el hombre muerto y congelado y mi propia fábula de muertos en vida; una analogía realizada porque sí, en un segundo extraviado y providencial, cuyas razones profundas fueron haciéndose más claras con el paso de los meses y la reflexión post-parto de la primera idea. En un principio, todo fue confiar; luego empecé a investigar, descubrí más sobre la riquísima cultura hippie de Nederland y el carácter especial de su gente. Aprendí que, durante el mencionado festival, miles de visitantes llegan al pueblito para celebrar la memoria de Bredo Morstoel, un inmigrante noruego que vivió allí muchos años y a su muerte fue congelado de cuerpo entero con la esperanza, ilusa en opinión de muchos, de ser reanimado en algún momento del futuro, cuando la tecnología de la resurrección lo permitiera. De allí surgió el título, “El futuro de mi cuerpo”, que luego establecería lazos con varios otros aspectos de la novela.
Quizá el detalle que más llamó mi atención es que los visitantes que se acercan a Nederland para el festival tienen la oportunidad de “ver” al hombre congelado; en alguna página de internet leí, o tal vez me lo esté inventando, que se realiza un desfile en el cual la momia estelar, el imán de todas las miradas, es el cuerpo gélido del abuelo noruego, que es sacado a pasear por esas callejuelas de barro congelado, decoradas con estatuas de osos y otros animales propios de la zona, rodeada por bosques de pinos; dicho sea de paso, estamos hablando de un abuelo que, según el testimonio de sus familiares y amigos, fue un sujeto muy saludable y dedicó su existencia al ejercicio físico y a la vida salvaje. Ahora que lo pienso y que lo escribo y que lo digo, la cuestión central aquí es la posibilidad de contemplar, cara a cara, a los que están y no están; la ocasión de ver a los muertos como si fueran vivos y a los vivos como si estuvieran muertos; como si todos nosotros fuéramos fantasmas de carne y hueso, o peligrosas obras de arte que se debaten entre la vida y la muerte, entre la inmovilidad del reposo eterno, y un dinamismo precario y triste.
La idea, entonces, era hablar de esa frontera donde la vida y la muerte se tornan indiferenciables. Por algún motivo, este voyeurismo doloroso, esta forma de curiosidad vana, empezó a interesarme demasiado, “me dijo cosas” a todo nivel, y, lo más importante, despertó la máquina verbal que desea escribirlo todo. El estilo fue un resultado natural de la materia: apenas empecé a escribir la novela, en agosto del año pasado, me percaté de que una parte del trabajo sería fácil, y la otra muy difícil. Lo fácil fue la estructura: opté por una narración lineal, cuyos eventos fui imaginando uno tras otro y colocando en orden, de principio a fin. Cada mañana me levantaba muy temprano y escribía, de un tirón, la nueva escena que había planificado la noche anterior. La parte más complicada, sin embargo, fue el trabajo microscópico al nivel de la prosa. Esta labor se inició con el martirio de reescritura, que se prolongó varios meses y me llevó a juzgar todas y cada una de las 40,000 palabras que componen el texto, juntas y por separado, en el mismísimo tribunal de la perfección imposible, para determinar si respondían o no a la consigna general de la atmósfera que deseaba sugerir: yo estaba escribiendo un libro sobre la ausencia y sobre la muerte, sobre la errancia y el desarraigo, sobre peruanos perdidos en Estados Unidos, sobre parejas rotas y cuerpos torturados, sobre espectáculos macabros y grandes territorios hostiles, sobre forasteros que se enfrentan a una crueldad absurda, casi inhumana; sin embargo, el tratamiento no podía ser solemne, tenía que incorporar tres ingredientes que considero esenciales en mi escritura: la ironía, el lirismo y lo grotesco. Un corriente de lirismo perverso, otra de comicidad grotesca y una tercera de distancia humorística frente al lenguaje y al mundo, debían recorrer todas las páginas de “El futuro de mi cuerpo”. Para lograrlo, manejé un estilo ligeramente anticuado y levemente artificioso: un estilo, quizá, congelado en el tiempo y a la vez fluido, de raíz barroca y resonancias de futuro, al que siento capaz de incorporar también lo nuevo y lo extranjero, es decir, algo de esa lengua en gestación que está forjándose en ciertos lugares de Estados Unidos, gracias al contacto entre el español y el inglés.
El resultado de todo ello es la novela que les ofrezco esta noche: espero que ella sí logre resucitar, sin mucha ayuda de la tecnología, en las mentes de todos ustedes cuando la lean. La novela está dedicada a un grupo de personas muy queridas. No voy a mencionarlas aquí, pero ellas saben que sin su ayuda, este libro no sería una realidad, y además sus nombres aparecen en los agradecimientos. Por último, gracias a todos los presentes por acompañarme esta noche. Antes de dejarlos ir, quisiera leerles la última página de la novela. Se trata de una carta que Ángel le escribe a Serena, para despedirse de ella y, en realidad, de todo un mundo, de una forma de entender la vida y el arte. Digamos que “El futuro de mi cuerpo” es, entre otras cosas, una larga despedida.
Serena,
Ya ves, no podía terminar así. El caso resuelto, los detectives felices y la merecida vuelta al hogar. Dirás que me quejo porque, a diferencia tuya, yo no tengo hogar al que volver, ni tribu a la que plegarme; en parte, no te falta razón. Sé que estoy violando tu mandato al escribirte esta carta imaginaria, esta coda o comento innecesario, pero importa poco, pues no pienso enviártela ni revelarte las ideas que voy atando en mi cuaderno. Hay un joven escritor peruano en el que pienso mientras viajo en el Expreso Chihuahueño, esta vez haciendo el camino de vuelta. Los dos hemos leído sus cuentos, pero a mí me gustan y a ti no: he ahí una de las diferencias, tal vez no tan nimia como parece, que nos alejan, entre tantas otras. En una de las colecciones de cuentos del escritor, un personaje adolescente, que debe tener unos diez años menos que yo, narra un viaje en autobús que se parece demasiado, peligrosamente, al mío, porque el chico no sabe muy bien a dónde va, aunque entiende con exactitud lo que va dejando atrás: una relación determinante, la más grave y dolorosa de las que ha tenido en su vida. Mientras viaja el chico escribe en su cuaderno, va convocando ciertas imágenes perdidas, irrecuperables, que intenta fijar en su memoria, no con la intención de preservarlas de la muerte, un proyecto de cuya inutilidad incluso él es consciente, sino para conferirle cierto orden textual, cierta estructura legible, a la melancolía. En otras palabras, lo que busca es administrar su propio duelo, y, en ese esfuerzo, algo conmovedor sucede, hay una intensidad que trasciende el marco de la escena, que es, en sí misma, efectista y trillada. No sé muy bien qué es, pero está ahí y uno lo percibe; si pudiera explicarme el fenómeno, posiblemente sería fácil reproducir aquí esa conmoción y de ese modo, con un poco de suerte, lograr emocionarte, derretirte un poquito, princesa de los hielos. Sin embargo, sé que ese consuelo me está prohibido. Vivo y viviré de emociones prestadas, de textos y pretextos que han domesticado mi alma y, temo decirlo, quizá constituyen su sustancia. No me niegues que tú eres como yo: ambos somos fríos y lo sabemos. Somos dos animales de baja energía que se diferencian por saber elegir textos distintos, irreconciliables incluso, para manifestar en ellos su frialdad. Es en este paso, la distribución de gustos y disgustos, donde se rompe toda comunicación. La aventura de Nederland, que fue obra tuya y no mía, es el último testimonio de nuestras distancias en materia de lecturas, aunque, sobre todo, en el terreno de los afectos. Está bien, tendré que aceptarlo. Admito que es probable, triste y probable, que la única solución para esta inarmonía radical sea la separación definitiva; pero no quería marcharme, o mejor dicho, no quiero seguir yéndome sin antes demostrarte —es decir, demostrarme a mí mismo— que yo también soy capaz de imaginar mis despedidas. Así que ésta es mi despedida, la que te ofrezco sin que lo sospeches, mientras la estúpida máquina hacedora de futuros, que solo sabe viajar en línea recta hacia ninguna parte, continúa poniendo tierra de por medio. De este modo sabrás que antes de que fuera demasiado tarde, antes de que toda relevancia cesara, me atreví a intentarlo, me lancé a susurrarte a través del desierto que, concluida esta aventura, apenas extraigo de ella una humilde certeza. Me pesa la convicción de que la vida está en otra parte, de que su imposible esqueleto de luciérnagas nunca estuvo entre nosotros y nosotros nunca respiramos en su ámbito, por cobardía, por incapacidad, porque allá lejos y hace tiempo, alguien, algo, nos congeló el corazón, lo transformó en ese nido de fantasmas del que nacen las historias. ¿Es nuestro hijo muerto, su cuerpecito helado, una prueba de nuestra ineptitud para vivir, una síntesis de nuestras falencias personales? ¿Estamos condenados a deambular por este país sin encontrar, nunca, un hermano pastor? No lo sé, pero una vez más, es muy poco lo que sé, aunque por ahora esta célula de saber me basta y me sobra: casi no puedo con ella. Dejo de escribir, atravesado por la amargura de intuir que no he articulado las palabras correctas. Será que ellas no están en mí, que me abandonaron una noche sin que yo me diera cuenta, tal vez la noche en que creí cruzar esa frontera que nunca se termina de abrir; o será que nunca me pertenecieron de verdad. Ojalá esas palabras, esas que sangran unas dentro de las otras, se encuentren allá, en el lugar al que me dirijo: esperando que las busque, las reclame y las haga mías.

5 Comentarios:

Blogger Karina Pacheco dijo...

La empecé a leer ayer y está realmente buena! Voy por la mitad pero desde ya la recomiendo. Estilo franco y trama punzante. Felicitaciones a su autor. Saludos.

6:38 p.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

Pues muchas gracias :) Saludos, Karina, y saludos y gracias también a ti, Gabriel!
(lhc)

12:57 p.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

Mira lo que dices: el escritor con mayor proyección??? Proyección, quieres decir que es SU QUINTO LIBRO PUBLICADO Y EL AUTOR SIGUE SIENDO UNA PROMESA!!! Por favor, dónde estamos??? Yo lo termine de leer la novela hace dos días y me he jurado no volver a comprar cualquier otra que publique ( de repente cuando llege al libro numero 20 quizás. Es probable que deje de ser promesa y convertirse de una buena en realidad)

12:50 p.m.  
Blogger Gabriel Ruiz-Ortega dijo...

Creo que tendrías que aprender a leer bien, a destilar sentimientos menores, tu comentario denota que le envidias el reconocimiento a LHC.
Ahora, para mí LHC es una realidad como escritor, desde hace rato ha dejado de ser una promesa, cuando hago referencia a la proyección lo enmarco en un contexto específico: la camada de nuevos narradores peruanos.
G

12:55 p.m.  
Blogger Gabriel Ruiz-Ortega dijo...

Después de la primera "coma", quise decir: "a no destilar sentimientos menores".
Aclaración hecha, no vaya a ser que algún despistado se confunda más

12:57 p.m.  

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