jueves, septiembre 30, 2010

El olor de la tacuchaufa

En la mañana de ayer, vi en mi bandeja de gmail un correo electrónico del escritor Rafael Inocente, quien nos pedía a otro blogger y a mí difundir su largo texto –en adjunto- El olor de la tacuchaufa.
Descargué el archivo, con la idea de leerlo más tarde y ver así qué día de la próxima semana podría postearlo. Y pensaba también que iba a tener que censurar algunos pasajes de su texto, tal y como hice hace unos meses con su kilométrico artículo sobre la novela RETABLO de Julián Pérez.
“Hay que tener cuidado con Inocente”. Al menos así pensaba antes de ponerme a leer sobre su experiencia en Mistura 2010. Sin embargo, debo decir que estoy de acuerdo en muchas de las cosas que consigna. Es por ello que esta vez no editaré su texto.
Por otra parte, y ya que estamos hablando de comida, involuntariamente he estado asistiendo a varias actividades literarias en estas últimas semanas, ya sea en calidad de presentador, interesado o mirón al paso. Me preocupa pues que haya tanto escritor –entre ellos varios que admiro- con sobrepeso. Parecen tragones bestiales. Son firmes candidatos a un paro cardiaco. Tienen que someterse a dieta, muchachos. Si su salud les importa un comino, al menos háganlo por estética, ¿no se han dado cuenta que un escritor gordo se ve hasta las huevas?
Se los digo con toda mi buena onda.


El que nació para panzón, aunque lo fajen, decían las abuelas decimonónicas y, a la par que aconsejaban a la hija acerca de las cualidades de un nutritivo yantar para los infantes, velaban por la economía doméstica, salmodiando el refrán popular, somos lo que comemos. Es que se conservaba todavía una cierta decencia para el bitute y el convite de olla. Hoy no. Hoy las cosas han cambiado y tanto salen por televisión un cerdo fujimontesinista y tragaldabas, corrupto dirigente de fútbol, pontificando de cebiches, cau-cau y chancho al palo, como un afeminado maromero pretendiendo engañar a las marujas nativas afirmando que con veinte lucas adereza un plato gourmet para una familia peruana. Si antes la carrera del futuro era la computación, hoy miles de willys y panchitos desinformados sueñan con ser futbolistas o cocineros para alcanzar rapidito nomás su primer millón y mudarse de barrio. Si este corral porcino llamado Perú se ha envilecido en manos de políticos apátridas, arzobispos renegados del Cristo, abogados delincuentes, militares inmundos y ministros rateros, ahora se suman a la pandilla opresora, cocineros sabelotodo. Escribo hastiado de estos sujetos, de sus sartenes y cacerolas, de sus marmitones y fogatas ofensivas. Harto de toda esa horda guisandera que infesta la televisión, aliñando platillos de nombre impronunciable a mujercitas inútiles. Hoy en la televisión peruana reinan zorrimodelos que enantes nomás se entregaban por cien dólares, futbolistas fronterizos, cabrillas envilecidos y cocineros mediáticos tragando como gargantúas en cuchipandas onerosas, afrenta grotesca para millones de peruanos que sobreviven con un caldo de chuño o un puñado de cancha. Atestiguan mi palabra veinte mil tuberculosos limeños y sus empobrecidas familias, mudos espectadores del banquete del escarnio, la Tercera Feria Gastronómica Mistura.
¿Que mi crítica es inmediata y mezquina? ¿Que el peor enemigo de un peruano es otro peruano? ¿Que confundo gastronomía con nutrición? ¡Bah! lugares comunes, frases de adocenados, optimismo oligofrénico de arrebañados orgullosos de un país inexistente. Solidaridad, dignidad, esfuerzo, patria, memoria común, son palabras desconocidas por glotones de izquierda y derecha, hijos todos de la misma madre, mamones todos de la misma teta1.
Como soy de los que deben ver para creer, conseguí mi reventa a treinta soles en una de las puertas del Parque de la Exposición, a vista y paciencia de los tombos. Ni siquiera hice cola para ingresar y en un santiamén me encontraba sitiado por miles de insaciables que pujaban por hacerse plaza en una de las decenas de colas en donde se apretujaban monjas lascivas embutiéndose gruesos churros chorreantes de manjarblanco, emergentes2 endomingados orgullosos de codearse con la high life lorcha, intelectuales cansados infectados de sociología —postmodernos adoradores de Tongo y la buena olla—, pitucos progre capaces de tragar ceviche+tallarín colorado+papa a la huancaína+chicha morada helada y votar luego a la Susana Villarán, pero incapaces de pagarle un sol más a la muchacha que les cocina, les lava y les limpia el depa de San Borja y un ministro de la incultura, que confunde kotosh con tocosh, pero es capaz de admirar a Alan García por su visión de momento (sic).
Así estaban las cosas ese sábado. Mas de un de repente, como dicen los nortinos, de una guarida en donde vendían curiosos helados de papa, rocoto y palta, veo salir a uno, alucinante por la tenida. Pensé que se trataba de la propaganda ambulante de la exótica gelateria: pero no, se trataba un ser humano ataviado con un terno verde ocopa, abierto de par en par, con una camisa nívea y una corbata de seda con topitos negros. Saboreaba un helado de palta. Llevaba en una mano una bolsa plástica grabada que decía Ermenegildo Zegna y en la otra, a una gordita con botas de cuero y lentes para el sol ¬¬—¡pero estaba nublado!¬¬¬¬¬¬¬—, sospechosamente lacia como Cleopatra. La joven madona engullía a dos cachetes un pan con jamón rebosante de ajíes, cebollas y salsas de colores. Eran mis viejos conocidos del Jockey Plaza y no pude más que alegrarme por tan dichoso encuentro. Los seguí discretamente, lo cual no fue difícil, confundido entre la mar de gente excitada. Recordé mis días vividos en Egipto y La India. Me sentía en un mercadillo de El Cairo o Calcuta por lo apretado de la vía, pero la lujuria que destilaba aquél amasijo frotidista no la observé durante el año que pasé en Oriente. Aquí el ambiente exudaba saliva, lubricidad y efluvios malolientes. El olor de las viandas difuminaba el de los perfumes con que se había adobado aquél horroroso monstruo acéfalo, un bestial tubo digestivo ansioso de comida, diversión, trago y más comida.
Willy y Verito venían decididos a todo. Como dicen los jovenzuelos indolentes de hoy en día: asumo que se cuadraron primero en El Chinito, por los panes con jamón cuyas envolturas arrojaron sin miramientos al suelo. El tour de mis bizarros amigos había comenzado. El mapa obsequiado por el revendedor lo arrojé por la borda apenas divisé a la dichosa parejita, seguro de que ellos serían la mejor guía por aquél dédalo de sabores.
Lo que siguió raya en lo inverosímil. Se cuadraron para empujarse un extravagante tacuchaufa a una velocidad asombrosa, lo cual por otra parte no fue nada del otro mundo, porque la porción ameritaba el apetito de un periquito enfermo. Acto seguido, la pareja se zampó en la cola del cebiche y con las cebollas rebasando por sus mandíbulas, miraron el mapa que Verito llevaba en un carterón chino de cuero sintético. Sin pérdida de tiempo corrieron hacia la chanfainita con tamales e inmediatamente después dieron cuenta de seis palitos de anticuchos elaborados con corazón de res importado, ese que parece tecnopor viejo. Calmada su ansiedad, nuestros mamones alargaron la fila para ingerir un chupe de camarones, coloradote, grasiento y vaporoso.
Ya a estas alturas, la mistura de frijol canario, huevo, sillao y cebollita china, aderezado con ají amarillo y abundante ajo habían convertido los intestinos de Verito y el estómago ulcerado de Willy en un campo de batalla en donde metilsulfuro, amoníaco y escatol, sulfuro de hidrógeno, helio y otros gases nobles, pugnaban por desbandarse por arriba y por abajo. Mi amor, todavía tengo hambre, me ha dado la depre, rogó Verito volteando los ojos. Al frente suyo, tres kilómetros de trogloditas babeaban por el chancho al palo. Se sumaron a la interminable fila de glotones y, con la esperanza de apaciguar la efervescencia de su fuero interno, cataron de un jugo frozen de melón +naranja+ pepino dulce, el popular mataserrano del criollo añejo. En poco menos de media hora, el bolo alimenticio fermentado, hedía. Los canarios silbaban y los palominos maculaban el calzón Leonisa de Verito, anticipando enteritis aguda a nuestros precoces ventrales.
Si comprendemos que la capacidad del estómago humano apenas llega a 1.5 kg, entonces repararemos en el crimen que cometieron contra sí mismos los circunstantes del Mistura. Entre el chancho al palo, el tacuchaufa, los anticuchos, el sándwich de jamón, el chupe y el cebiche de lenguado, la parejita había engullido por lo menos 5 kg de comida, justo lo que cabe en el estómago de un chancho joven. Willy se había descorrido la correa para aliviar la opresión de la guata y se venteaba sin pudor alguno, mientras que Verito ya no cabía en el jean al cuete en el que había calzado su figura cuadrada.
Daban las siete de la noche. Sucesivos shows habían engalanado la Feria y peruanos de todas las clases comían, bebían y bailaban al son de la cumbia postmoderna de Bareto. Pero un olor sulfuroso, pesado e irrespirable abotagaba el recinto de la alegría. Los gases nobles habían logrado escapar del pozo séptico y el producto de la sobreingesta compulsiva de los intemperantes se liberaba al ambiente: ni los más potentes jugos gástricos, ni las más furiosas enzimas hidrolíticas habrían digerido tal cantidad de comida tan torpemente combinada. ¿Cuántos años permanecería todo ese alimento putrefacto en el pozo séptico, negro y estancado, en que se había convertido el colon de nuestros ventrales? ¿Sus cerebros aturdidos de comida repararían en ello?
En las grandes orgías romanas eran más previsores y si bien es cierto, satisfacían a saciedad los deseos del cuerpo, los desechos y la mierda propia de la condición humana seguían un cauce ya previsto. Nuestros romanos comían como leones, bebían como camellos y fornicaban como bononos, pero vaya que tenían un sistema sanitario impecable. Baños públicos, bacinicas al paso, sistemas de canalización de aguas servidas. En el Mistura, tamales, cebiche y carapulcra, causa, seco y tallarines, estofados, paellas y anticuchos, chanfainita, chupe y tacuchaufa, chinchulines, pancita y chancho al palo, jugos de frutas, helado y pisco sour, se habían mezclado de manera tan innoble, desatinada y compulsiva en las vísceras purulentas de los golosos que inodoros, urinarios y vomitaderos públicos brillaron por su ausencia o notoria insuficiencia.
En algún momento de mi odisea me crucé con Gastón Acurio. Más asediado que estrella del rock, el cusqueño sonreía a todo el mundo. Iba sin afeitar y el chaquetín cocinero lucía arrugado. Su peluquín oleoso apenas se mecía al traidor viento limeño. Si antes un hijo te salía golfo lo metías a cocinero. Sudoroso, panzón y autoritario, este cachaco de la cocina guisaba para las fauces de la alta burguesía y se preciaba de usar sólo productos franceses. A Gastón, por el contrario, se le veía tan bonachón, tan intercultural e incluyente que resultaba imposible agarrarle bronca alguna a este pretendido Che Guevara de la cocina peruana. Esa facha de ex gordo beneficiario de banda gástrica, chévere con todos, es lo que hace de Gastón bolo fijo a lo que sea. En cambio, los pequeños cultivadores serranos de papa lucían menguados y silenciosos. Silenciosos como los anémicos que estiraban las manos por entre las rejas del Parque rogando por un mendrugo a los ventrales. Esos 600 pequeños productores de papa invitados al Mistura, utilizados hábilmente por el discurso gastronómico y ministerial, permanecían impermeables al boato de la concurrencia y al protagonismo atribuido por el discurso gastronómico. Sospechaban quizá que las 15 toneladas de papa que movieron en la Feria eran nada frente a los 3 millones de toneladas que anualmente producen 600 mil agricultores peruanos y que cada año pierden terreno frente a los productos importados subsidiados: trigo, arroz, soya, azúcar, aceite, lácteos y, paradójicamente, papas. Sospechaban seguramente que al día siguiente del Mistura los intermediarios seguirían pagando por las papas nativas 10 o 20 céntimos de sol por kilo, mientras que sus hijos formarían parte de ese vergonzoso ejército de desnutridos crónicos o de esos 20 mil tebecianos que agonizan lentamente sólo en la Ciudad de los Culpables.
Al retirarme vi a Rómulo, Alan y Remigio, esos ladrones que esperaron pacientemente a que sus delitos prescriban para retornar al país y seguir robando. Sus carrillos repletos de caucau de pota —¿o poto?— acusaban el desgaste de la mentira. Dos mujeres, rubias al pomo y rucas a la vista, masticaban tallarines a la huancaína, colgadas de sus brazos haraganes de logreros profesionales. Sentí horror y pena por el Perú y por los miles de chiquillos ingenuos, futuros chefs subempleados —¿sabrán acaso que Ferrán Adriá empezó lavando platos y jamás pisó una escuela de hostelería?¿sabrán cuántos bistros y restaurantes tres Michelin hay en Lima?¿serán lo suficientemente guerreros como para sobrevivir con una fonda decente cuando el papi ya no les subvencione?—. Sentí lástima por Gastón, sobrepasado a la legua por las condiciones del neocapitalismo consolidado desde políticas liberales e inequitativas en sí mismas. Sentí pena por Gastón, aprovechado por esa manada de políticos filogenéticamente ladrones que medran sin remordimientos su bonito discurso inclusivo, su discurso de poeta-cocinero de una burguesía cada día más soberbia, insensible y decadente.
1 Poco ha cambiado el Perú desde 1907 cuando Manuel Gonzáles Prada escribió “Vemos la prosperidad de una oligarquía, el bienestar de un compadraje; no miramos la prosperidad ni el bienestar de un pueblo. Lima es no sólo, el gran receptáculo donde vienen a centralizarse las aguas sucias y las aguas limpias de los departamentos: es la inmensa ventosa que chupa la sangre de toda la Nación. Esas quintas, esos chalets, esos palacetes, esos coches, esos trajes de seda y esos aderezos de brillantes, provienen de los tajos en la carne del pueblo, representan las sangrías administradas en forma de contribuciones fiscales y gabelas de todo género.
2 Emergentes: esa categoría postmoderna inventada por la sociología embustera para disfrazar los conflictos de clase. Hoy más que antes se debe hablar de proletariado, subproletariado, pequeña, mediana y gran burguesía. Lo increíble es que existen quienes se sienten orgullosos del dichoso adjetivo, emergente, flotante, grumoso, como el mojón que sobrenada en el inodoro por su propio peso específico.

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