jueves, agosto 25, 2011

El nudo apretado de los 90


La soga de los muertos (Alfaguara, 2011) es la primera novela del escritor y periodista chileno Antonio Díaz Oliva (imagen).
Hace un par de días la terminé de leer, y estoy seguro que no tardará en ubicar a su autor como un referente de la nueva narrativa de su país. Y espero que tarde o temprano esta publicación circule en Perú.
Para que tengan una idea tanto del autor y su libro, esta recomendable nota de Alejandro Joffré para Paniko.cl. Si gustan, pueden descargar un capítulo del libro aquí.
(Yo también daré cuenta de la novela de ADO, en las próximas semanas.)

...

En plano subjetivo avanzamos rajado por calles polvorientas. Estamos en un pasaje de La Reina, el calendario fecha los 90 de Frei y una muralla llama nuestra atención. Digamos que hace ruido, molesta. La bicicleta se detiene justo en el muro cuando aparece un corazón con patas y brazos que más al costado dice “Parra al Nobel“.
Había una foto de un viejo canoso, había un padre y había un niño: el de la escena anterior, que protagoniza una de las tres historias de “La soga de los muertos“, la novela de Antonio Díaz Oliva que estrecha un lazo apretado con otros dos relatos, narrados de manera urgente y ágil en microcapítulos. La visita del poeta beatnik Allen Ginsberg a Chile en 1960, cuando apareció invitado a un encuentro internacional de escritores organizado por la Universidad de Concepción y, tiempo después, terminó buscando ayahuasca en los bosques de Temuco. Y la cruzada del grupo de adultos para que Nicanor Parra ganara el Premio Nobel de Literatura en 1994, la cara más terminal y perturbadora de esta novela, con una campaña que moviliza por toda la ciudad rayados en muros y hasta panfletos voladores.
La delirante anécdota lleva el nudo ciego de una utopía. Las páginas, un tono gris y triste.
Los tres relatos funcionan como hebras y, a su vez, se leen como en un View-Master, jugando a saltos con el tiempo y con las páginas en blanco, como en el DeLorean de la película “Volver al futuro“.
Del otro lado está Antonio Díaz Oliva, que es chileno, que nació en 1985, en Temuco, que es periodista, que el año pasado también publicó la investigación “Piedra roja: El mito del Woodstock chileno“, en Ril editores, que ahora se ganó una beca Fulbright para estudiar literatura creativa en Estados Unidos, que ya trabaja su segunda novela que se llama “Papeles panamericanos“, que se ha especializado en temas culturales, que presentó un par de libros de la argentina Hebe Uhart y la boliviana Liliana Colanzi, que publicó en Alfaguara, y que, en esto de los saltos de tiempo, hace poco más de dos años estaba de este mismo lado- el de entrevistador- en estas mismas páginas.
A fines de septiembre, a propósito, se re-estrena Volver al futuro en los cines chilenos y en una escena de “La soga de los muertos” un niño distingue una foto de Nicanor Parra en la pieza de su viejo, y le parece tan similar al Doc de la película, “canas, entradas en la frente y las mismas arrugas repartidas en el rostro“, que funciona como una perfecta alegoría a la cultura popular de la época.
¿Qué significan para tí esos dos íconos pop?
—Bueno, para mí Nicanor Parra es Chile. O más bien, los Parra representan muy bien lo que es Chile. Y Volver al futuro es los 80 y los 90 para mí. Los 90 porque la primera que vi fue “Volver al futuro” (parte 3) en un cine en el centro. Aluciné y fue como drogarme. Luego, a propósito de que estaba la tercera en cartelera, me imagino, dieron la segunda en TVN, y la vi y quedé peor. Como todos, quería un skate volador y no pasó mucho hasta tener zapatillas con luces, claro. Es raro, pero en ese entonces uno podía tener epifanías en frente de un televisor. ¿Tendrán ahora, las nuevas generaciones, epifanías frente al computador?
¿Te topaste alguna vez con Parra? ¿Qué onda?
—Sí, una vez -en la Universidad Diego Portales- Rafael Gumucio organizó un encuentro con Nicanor Parra, abierto a todo público. Aproveché y llevé dos libros para que me firmara y varias preguntas sobre Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti, que es el otro beat que vino a Chile, pero se quedó poco, allá por 1960.
Luego de que hablara, me acerqué y le pregunté por Ginsberg. No se acordaba mucho, aunque recitó un poema de corrido de Ginsberg y otro de Ferlinghetti. De ahí me firmó los libros y la Colombina se lo llevó de una. Y nada: fue raro. Pero Parra tiene buena memoria. O una buena memoria selectiva. Fue extraño verlo de tan cerca. En ese encuentro, también, se reforzó mi idea de comparar a Parra con el Doc de “Back to the future“, como sale en una de las entradas de la bitácora del niño, parte que, por lo demás, leí en la presentación del libro hace unos días.
A propósito de “Volver al futuro”, su guión parte de la idea de Robert Zemeckis de haberse hecho amigo de su viejo si los dos hubiesen ido al mismo colegio juntos. ¿Puede ser un gesto atávico publicar esta novela, debutar en el paisaje literario?
—Sí, es raro lo de “Volver al futuro“. No lo había pensado de esa forma, porque no sabía el dato ese. Un dato que, por lo demás, le viene justo a la novela, ya que el rollo padre-hijo es uno de los ejes centrales. No sé. La novela tiene algo de volver: volver a la infancia, volver a los 90, volver a esa época donde ver “Volver al futuro” en TVN era algo que te cambiaba la vida (tu corta vida). Así que, sí, supongo que tiene algo de eso: de gesto atávico.
Mucho antes de las horas de microfilm que terminaron en tu investigación del año pasado, “Piedra Roja: El mito del Woodstock chileno”, la biblioteca de periodismo en la universidad era tu punto fijo. También es un dato biográfico que en las sobremesas de ese tiempo- no más de dos, tres años- ya estabas contaminado con el chispazo de publicar literatura.
Bolaño decía que “escribir no es normal. Lo normal es leer y lo placentero es leer”.¿Qué hizo crac para ponerte a escribir?
—Yo creo que si uno lee mucho, va a querer escribir. No tiene por qué ser ficción, pero uno siempre va a querer escribir, crear. El mismo Bolaño leyó mucho, mucho, en su etapa formativa y se puso a escribir y terminó escribiendo mucho. Y lo de la biblioteca, you got me: siempre he sido un poco nerd. Me encantan las bibliotecas como lugares. Voy mucho a la de Providencia. Pero volviendo a lo de ser escritor, bueno; viene porque me gustaba leer y porque sabía que quería hacer algo con las palabras. La vocación estaba ahí, tal vez un poco subterránea, pero estaba ahí. En un momento salió a la superficie. Y acá estoy.
“En el mundo según Garp, todos somos casos terminales”, dice un personaje de John Irving, que también abre tu novela con otro epígrafe de ese mismo libro. ¿Es La soga de los muertos una historia de personajes terminales?
—Sí. O por lo menos me gusta pensar eso. Quería que fuera una historia triste. O se me fue dando ese tono. Es, tal vez, porque me parece que el gran sentimiento que cruza a la literatura chilena es la tristeza. O una suerte de melancolía. Desde la forma en que los personajes de Manuel Rojas ven el mundo, lo mismo para González Vera y varios más.
En el capítulo El beat, un gringo loco vende una copia artesanal de “Cartas del Yagé” de William Burroughs y Allen Ginsberg en el Santa Lucía. Cuentas que de ahí viene el título de “La soga de los muertos”. ¿Es real?
—Difícil responder. Digamos que esa anécdota es casi 70% ficción, pero tiene algo de verdad. Digamos que una vez conocí un gringo bastante gagá que vendía copias, hechas por él, de traducciones de poetas beats.
Entre las disgresiones sobre Ginsberg, una de las tres historias de esta novela, qué hay de falso y qué hay de cierto en lo que investigaste sobre su visita a Chile: ¿Realmente quería drogarse en un bosque de Temuco, se juntó con los Parra, olía tan mal?
—Jaja. No sé. Y no te voy a decir. Pero hay cosas que sí y cosas que no. Y digamos que entre esas dos tipos de cosas hay una línea que las divide y digamos que, a ratos, corrí la línea. O sea: hay cosas de esas que hizo Ginsberg y otras que no.
¿Qué fue lo mejor y lo más perturbador de su visita a Chile? Entiendo que te documentaste con Apsi.
—Hay poca información sobre la visita de Ginsberg. Está
el artículo de Vadim Vidal, que es muy bueno. Hay una entrevista que, en su momento, le hizo Jorge Teillier. Y algunas pequeñas crónicas de la época, pero no mucho. Pese a que Fernando Alegría había traducido El Aullido rápidamente, en Chile no se conocía tanto a Ginsberg (¿qué tanto se le conoce hoy?). Es como si hubiese venido, no sé, Bob Dylan unos meses antes de ser famoso y luego haya ido cobrando más y más fama. En verdad, me interesa la generación beatnik, lo que me lleva a decir que me interesa el canon de la literatura estadounidense. Ah, y tal como dices, hay una entrevista a Allen Ginsberg de a fines de los 80 en la Apsi. De ahí saqué el epígrafe al final, cuando dice que fue a Temuco y que ahí encontró sustancias “novedosas”. Eso, esa frase, es verdad. También es divertido porque Ginsberg era y siempre fue homosexual. Y venir al Chile de 1960, bien conservador, era como un reto para un poeta gay. Y Ginsberg que venía de San Francisco u otros lugares donde no era tan mal visto, se topó con un país ultra cartucho.
Zambra cuenta en “Árboles cerrados” que encontró, en el diario, la fotografía de un árbol cubierto por una tela transparente, de la serie “Wrapped Trees” de Christo & Jeanne-Claude. Y que de ahí llegó a la historia de su novela “Bonsái”. ¿Cómo nace “La soga de los muertos”?—Nace de escuchar la historia de Ginsberg recorriendo Chile, nace de recordar las historias cuando alguien de mi familia estaba metido en un grupo que buscaba el Nobel para Parra, nace de, claro, de mi infancia (por eso la foto de portada es el pasaje en La Reina donde viví todo ese período). Pero también nace de los cómics, de películas como “Akira” que uno tuvo que ver cortadas a la mitad, ya que duraba casi tres horas, en Chilevisión, nace de lecturas como Salinger, Bolaño y Fresán, quienes tienen un cameo en la novela que pocos han podido hallar (una pista: los cuadros que ve el niño). Por eso lo de puzle narrativo: son varias piezas, referencias de todo tipo, las que se unen y forman un cuadro.
¿Paga algún tipo de deuda este libro?
—Sí, puede ser. Con los noventa especialmente. Por lo menos para mí era una deuda: la de poner por escrito, de forma encubierta, o sea, con el velo de la ficción, lo que era ser un pendejo en los 90. También hay otra deuda, claro, pero es de índole más familiar y tiene que ver con el grupo PARRA.
El graffiti tiene como antecedente directo la frase “La imaginación al poder” de los disturbios de mayo del 68 en París. En La soga de los muertos el “Mr. Nobody” de Parra también intenta una reivindicación cultural: que el antipoeta gane el Nobel de Literatura. Como lector, crítico y narrador: ¿qué injusticia cultural te escandaliza hoy?
—Ummm. Qué tan poca gente lea. Que cada vez que me subo al metro hay más gente tuiteando o viendo sus iPhones, que leyendo un libro.
¿Debió/debe Parra hacerse del Nobel?
—No sé. Si soy sincero, prefiero algo más radical: démoselo a Thomas Pynchon y que ojalá lo vaya a recibir con una bolsa de basura en la cabeza. O, ya que estamos, a Bob Dylan. Parra no lo ganó. Y será difícil que lo gane. Chile tiene dos premios Nobel y el año pasado se lo dieron a Mario Vargas Llosa, quien me parece un gran escritor, especialmente en novelas como La ciudad y los perros o su lado de memorista/ensayista tipo La verdad de las mentiras. Por lo que la cuota de América Latina ya está bien copada. Creo.
¿Qué lecturas actuales te han volado la cabeza?
—Me gustaron mucho los ensayos de Fabián Casas que leí hace poco (“Ensayos bonsái”). Leí la última novela de Patricio Pron (“El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia”) y me gustó harto; es una historia de padre e hijo, pero que en un momento se convierte en un policial sobre la dictadura argentina. También estoy con un ensayista/narrador mexicano que se llama Heriberto Yépez, quien hace unos cruces increíbles de cultura pop con cosas más literarias y académicas. Y hace poco devoré la última de Jonathan Lethem: “Chronic city”, que está muy, pero muy rara.
¿Como periodista: qué te atrae de publicar ficción?
—Un cliché: hay cosas que en la no ficción no alcanzan. Por ejemplo: la única forma de reconstruir lo que fue ese grupo que quería que Parra ganase el Nobel, por lo menos para mí, era usando material de la ficción. Es verdad: podría haber hecho una reconstrucción de lo que sucedió en serio e investigar. Pero, con eso, debería haber traicionado a mi memoria y darme cuenta de las cosas que he inflado con el tiempo y las que he distorsionado. Tal vez no quiero recordar cómo fue exactamente, sino recordar desde la confusión de la memoria.
Hablamos más arriba del paisaje literario. Ahora mismo, en Chile, sub 30, la topografía de esa superficie muestra varios accidentes, incluyendo a Pablo Toro, Daniel Hidalgo, Diego Zúñiga, Maorí Pérez, Felipe Becerra. ¿Te parece que es el momento de hablar de una generación?
—Puede ser. Pero no es mi tarea. O sea: sé que hablar de generaciones es lo más fácil cuando uno quiere presentar un cierto de grupo de escritores que comparten ciertas cosas en común. Pero incluso en las generaciones más consagradas hay divergencias grandes, gigantes; de García Márquez a José Donoso había un mundo, pero los dos eran del Boom. Es innegable, eso sí, de que algo está sucediendo con esos escritores. La cosa se está moviendo en los que son menores de 30 años. Pero hay que darles tiempo. Wait and see.
¿Y a quiénes de ellos recomiendas y descartas?
—Creo, también, que todos esos escritores están (algunos más otros menos) en una etapa primeriza (incluyéndome). Todos tienen buenos primeros libros. Y libros que se defienden solos. Diego Zúñiga, Daniel Hidalgo, Francisco Díaz Klaassen, Juan Pablo Roncone, Maorí Pérez, Felipe Becerra y uno que otro que se me va. En cuanto a descartar, joder, es muy temprano para andar cortando cabezas. Dejemos que los niños jueguen antes de que llegue el lobo, ¿no?
Se supone que la primera novela viene con toda la carga de ADN del autor. ¿De qué tratará Papeles panamericanos?
—Yo creo que el ADN de un escritor menor de 30 se va gestando en las primeras novelas, no sólo con la primera novela. En mi caso, creo, mi ADN tiene mucho de melancolía. Un poco como lo de F.S. Fitzgerald. Hay una escena muy linda en “Crack-Up” en que va en un taxi saliendo o entrando a Nueva York y ve el cielo –que es de color malva- y se pone a llorar porque sabe que nunca va a ver algo así de nuevo. Pero la melancolía es horrible porque es como la azúcar; dulce, adictiva y más vale no consumirla en grandes cantidades. En fin. Cambiando de tema: “Papeles panamericanos” o “Panamericana” (aún estoy viendo el título) trata sobre otras cosas y transcurre en otros territorios. Para ser más específico: sucede en la frontera entre Estados Unidos y México. Una parte está inspirado en un trabajo de voluntario que me tocó hacer en la frontera, en Tucson; trabajé en una ONG, como parte de una beca que gané, poniendo barriles de agua para que los inmigrantes no murieran deshidratados. Era horrible. Muchos inmigrantes mueren de sed y calor. Y el ambiente de la frontera me recordó un poco, a la partes macabras de 2666 de Bolaño. Pero más que nada, lo que quiero hacer es ahondar en la palabra frontera. No sólo de países, también en todo sentido, ya que las fronteras de todo tipo se están diluyendo cada vez más.

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