martes, diciembre 13, 2011

Carlos Yushimito: El mago


En la siempre interesante The Barcelona Review encuentro el relato "El mago" de Carlos Yushimito. El texto fue publicado por Sarita Cartonera (2004) e incluido en el cuentario Las islas (2006).
Por razones de permiso, reproduzo los primeros párrafos y pueden seguir aquí.

...

“Todo, además, es la punta de un misterio.
Inclusive los hechos. O la ausencia de ellos.
¿Duda? Cuando nada acontece, hay un milagro que no estamos viendo”.
El espejo, Guimarães Rosa.

En la rúa de Magalhães, trescientos metros de camino directo desde Oliveiro Branco, todo lucía gris a causa del temporal. El coliseo, un caparazón de cemento, se derretía lentamente como un espejismo sucio al pie de su perspectiva. Llovía. Y lo peor de todo –pensó Evangelista– era que llovía. Esa forma curiosa de sentir la lluvia cuando escuchas el rumor que produce su continuidad, y sientes cómo picotea sobre el paraguas, y sientes un sonido botánico que todo lo resbala mientras va formando líneas paralelas en la pista. Pero no es el tacto de su humedad afilada la que, después de todo, te hace reconocer que llueve. Es su sonido. La calle cruzada por sombras que van buscando un refugio; los quietos y redondos fanales como ojos de batracios, apuntándote el camino de luz por el que deambulan puntos de lluvia. Pero, por encima de todas estas percepciones, uno sabe que llueve, mucho antes de ver las ráfagas de agua o de mojarse los cabellos; incluso mucho después, cuando ha escampado ya por completo y el cielo se abre como un par de aletas que respiran, asomándose a través de las nubes. Pero los sonidos se pierden se pierden se confunden. Son como el latido de un corazón o el reloj que descansa en la mesilla de noche. De pronto un día los oyes.
Y eso es todo.
Ahora Evangelista, detenido frente al afiche del espectáculo, fingía leer en silencio las letras irregulares que había grabado esa misma tarde al recoger el volante del suelo. Se protegía bajo el cobertizo del coliseo, y dejaba escurrir su paraguas, formando un pequeño charco de agua gris sobre los adoquines. A su lado, una mujer enjuta y de color cetrino lo miraba con una expectativa vacilante.
“¿Qué quiere?”, dijo Evangelista, sin soportarlo más tiempo.
“¿Entradas pro espetáculo da noite?”.
Los grandes ojos de la mulata lo traspasaban desde una taquilla inverosímil: un ajado pupitre y una bolsa llena de monedas y billetes doblados sobre sus muslos.
“¿Entradas, dice?”, espabiló Evangelista: “Con lo que cuesta una hora de función aquí puedo alimentarme una semana entera”.
“Bueno”, dijo la mujer, reacomodándose en su sitio: “nadielo obliga a entrar si no quiere”.
Era cierto: nada lo obligaba a permanecer ahí. Después de todo era libre de coger su paraguas, salir del cobertizo y desandar el camino hasta llegar a la cuesta de São Clemente. Pero no lo hizo esta vez, como tampoco lo había hecho antes. Algo se lo impedía. Una intuición, algo que lo acechaba desde la tarde previa, cuando levantó el volante por primera vez y descubrió la semejanza de aquel rostro exacto multiplicado en el papel, el imposible recuerdo que no lograba descifrar en su memoria. “Xavier Ptolomeo, el ilusionista”, leyó el afiche que tenía delante: letras inclinadas y luminosas como si hubieran sido dibujadas por los aletazos de un ave. “El primer ilusionista de São Paulo... un espectáculo que no puede perderse”. Y detrás de las letras, la fotografía, deliberadamente azul y blanca blanca blanca, oscilando como un torbellino de miles de plumas. El rostro era confuso, pero algo le resultaba familiar en él.

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