lunes, noviembre 04, 2013

Relato de un naufragio


Prender un Pall Mall rojo en Larco. Fumarlo despacio mientras piensas, luchando contra la ansiedad, en qué libros vas a comprar. Tu experiencia de lector te dice que el mejor día para comprar libros en una feria del libro es precisamente el primero. Pobre del que piense que es el último: en ese último día solo se remata el hueso, lo que nadie quiere tener en su almacén. Tu experiencia es la mejor garantía, y no importa la decepción de la última Feria Internacional del Libro, en cuyo primer día terminaste con un alfajor y Coca cola en las manos, luego de dos recorridos exhaustivos por todos los stands. Ahora las cosas serán diferentes. La Feria Ricardo Palma tiene tradición, y a la tradición la respetas. Además, tu memoria lectora te dice que los mejores libros de tu vida los compraste en esta feria. No interesa que ahora haya cambiado de locación. La tradición no es lugar, sino espíritu.
Cruzas la pista. El Pall Mall consumiéndose entre tus dedos. Lo que ves, una buena señal: la realidad es mejor de lo que imaginabas. Te gusta, y te gusta más porque estás en la hora del crepúsculo, en ese instante naranja y turquesa perdiéndose en el Pacífico. Te sientes bien, imposible negarlo. Llamas a algunos amigos, que te dicen que en las próximas horas estarán por la feria. No es para pensar mucho: el Parque Salazar es uno de los puntos referenciales de la ciudad, allí puedes quedar con quien sea.
Empiezas a recorrer la feria. Caminas lentamente, vas a los stands en los que siempre has comprado los libros que no pensabas comprar, porque si algo mágico tiene esta feria es que puedes decir que son los libros los que te encuentran, que te pasan la voz. Es que si comparas, esta feria exuda un involuntario carácter humanista, digamos libresco, de talle a destacar ante la gran gama de títulos comerciales que sueles ver en las ediciones de la FIL. Por eso te sientes a gusto en la feria Ricardo Palma. Nunca te ha decepcionado, y bajo esa idea la recorres, esperando sin esperar, notando la limpieza y el orden que no has visto en años anteriores. Y aunque los stands tienen el mismo tamaño, ahora ya no caminas a paso de procesión. Incluso puedes detenerte y contemplar la estupenda vista del mar.
Hasta el momento no te has parado a observar los stands, pero lo harás en los próximos segundos, en los siguientes días; al final de esta primera travesía te quedas con la sensación de que hubiese sido ideal quedarte con la primera impresión, esa impresión en aroma a tabaco segundos antes de pisar el Parque Salazar. Es que la desazón no puede ser tan aplastante, pero lo es, y no vas a perder el tiempo buscando a un solo responsable, porque los hacedores de esta desgracia con vista al mar no son solo las cuasi eternas cabezas de La Cámara Peruana del Libro, que una vez más te demuestran que son muy duchos para los negocios, pero no muy versados en gestionar la programación de una feria del libro (por decir lo menos, escalofriante). Tanta incapacidad supera tus deseos de buena onda, pero no debería sorprender, te dices, conocemos de los pocos recursos logísticos de la CPL, que vendría a ser el equivalente cultural de La Federación Peruana de Fútbol. Sus cabezas ostentan una nula disposición para el diálogo, no pueden generar recursos para traer muchos escritores internacionales de reconocida valía literaria. Tampoco pido tomarme un cafecito con Paul Auster en La Bomboniere, o unas costillitas con Enrique Vila-Matas en el Tony Roma´s.
Tú lo sabes, podemos tener buenas plumas latinoamericanas al alcance de la mano. Pueden venir siempre y cuando se les presente una propuesta seria, tampoco desmerezcas al buen narrador Pablo de Santis, pero el argentino ya es nuestro caserito, que por ser caserito ya no despierta el interés ni de los llamados lectores duros, que son el alma, la tradición de esta feria. La programación es el ejemplo irrefutable de los amos y señores de la CPL, porque basta con echarle una ligera mirada para barajar la sospecha razonable de que no les interesa ofrecer al público algo relativamente llamativo. Hasta tendrías la impresión de que se hizo por hacer, por rellenar.
A pesar de ello, te armas de fe. No puedes ser tan crítico y decides volver otro día, pero ahora con Gianella, tu sobrina y potencial lectora a la que quieres acostumbrar a recorrer ferias. Si la feria no tiene lo que buscas, a lo mejor sí para ella. Total, aún pervive en tu mente esas tardes en las que ibas con tu padre en busca de novelas de aventuras. En el camino saludas a algunos editores y escritores, y te detienes sin querer en algunos stands, como el de Estruendomudo, en el que busco los primeros libros de la colección “Cuadernos esenciales”, pero no los encuentras, pero no los encuentras; lo que sí encuentras al voltear es a tu sobrina cogiendo el mamarracho Yo puedo, sé que puedo de Alejandra Baigorria. El mohín de Gianellita lo dice todo. Y te sientes bien, muy bien, porque a cualquier edad se puede detectar el mal gusto. Pero te cuesta comprender cómo una editorial que nació con un discurso literario haya ensuciado su catálogo con colecciones que sin más albergan esperpentos como estos. ¿Qué hay que tener en la cabeza para editar 5000 ejemplares de Baigorria? Pues aserrín y no más de 30 libros leídos en la vida. Pero no, deseas que al libro de la Baigorria le vaya bien, que le depare a la editorial las suficientes maracas, cosa que Alvarito Lasso se pone al día con los autores a los que a la fecha no les paga.
A Gianellita se le antoja un heladito y compras un heladito, y como eres masoquista, vuelves a ver la programación. Solo te queda sonreír, ya no vale la pena quejarse, hay que tomarse las cosas deportivamente. Si la Baigorria publica, entonces celebremos la aparición de Ni puta ni santa de Mónica Cabrejos, gracias a San Marcos, editorial que no es esclava de ningún discurso, porque a este sello solo le interesa el factor comercial. Por eso imprimieron 3000 ejemplares, para así llenar las arcas y seguir publicando libros de derecho, antropología, colecciones infantiles y, de cuando en cuando, algo de literatura.
Sin embargo, no vale la pena que te mates pidiendo lo imposible, la oferta editorial va en onda con lo que ves en los mismos stands. No hay nada que llame tu atención, y esto es lo que te fastidia más, porque en la Ricardo Palma sí podías esperar ese toque mágico del título que llevabas buscando durante mucho tiempo y que aparecía ante ti como un rayo verde que justificaba tu existencia lectora. Pero ya no hagas hígado, dices al toparte con no pocos vendedores de libros que no pueden recomendarte ni explicarte un libro, vendedores de libros a los que no les interesa forjarse un espíritu librero. La CPL, la oferta editorial de los pequeños y grandes sellos, y los mismos stands que exhiben una atroz despreocupación por traer buenas cosas, todo está de cabeza.

 

Publicado en la edición 36 de la revista Velaverde.

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