miércoles, junio 25, 2014

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Como en la literatura, en el cine nada está dicho hasta que te mueres.
Este principio también lo podemos aplicar al oficio actoral, en el que lamentablemente hemos visto a más de un actor o actriz que admiramos en roles que poco favor le hacían a esas interpretaciones que los colocaron en un lugar de privilegio en nuestro imaginario.
He llegado al punto en que no me preocupa saber cuáles fueron los motivos que los llevaron a elegir papeles en películas que –desde la primera escena- evidencian una floja elaboración argumental y técnica. Si como humanos demostramos más de una incoherencia en nuestras decisiones, con mayor razón los artistas de raza y estirpe.
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No tengo problema alguno en aceptar que mi admiración por Nicolas Cage empezó con una película de mero divertimento, en este caso, una que casualmente contaba también con otros muy buenos actores, como John Malkovich, John Cusack, Steve Buscemi y Ving Rhames.
Así es, ¿te acuerdas, no? Imposible olvidar Con Air (1997) de Simon West.
Ha pasado mucho tiempo desde la primera vez que la vi y en más de una ocasión he barajado la idea de que estos actores decidieron, en un domingo de parrillada, trabajar juntos en una película sin ningún afán de trascendencia, en la que pudieran brindar sus indudables dotes histriónicas a ritmo de entrenamiento.
No sé cuántas he visto esta película. Solo sé dos cosas. La primera: doy gracias al cielo cada vez que la encuentro en cable. Y la segunda: gracias a Con Air empecé a seguirle la ruta a cada uno de sus protagonistas. Este seguimiento no solo hizo que me sintiera conectado con sus trabajos artísticos, sino también me permitió descubrir a directores que admiro hasta el día de hoy.
Siguiéndole la ruta a Cage, conocí a Francis Ford Coppola, David Lynch, Ridley Scott, Martin Scorsese y a los hermanos Coen. Nombres capitales para cualquiera que se precie de cinéfilo.
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En Leaving Las Vegas (1995), de Mike Figgis, más de un mortal se conectó con Cage. Quien esto escribe nunca más lo ha visto en un papel en el que se acrisole toda su fuerza histriónica, haciendo de él el actor idóneo para personajes destruidos que solo viven/sobreviven con la mitad de sus fuerzas físicas y emocionales. Personajes que transmiten una desolada depresión y un infinito hartazgo por la vida. Como bien sabemos, a Cage le dieron el Oscar a Mejor Actor por su interpretación de Ben Sanderson, un guionista ido a menos, abandonado por su esposa, que viaja a Las Vegas a cumplir una suerte de ritual autodestructivo a punta de alcohol. Le acompaña Sera, una prostituta generosa y partida interiormente, prostituta interpretada por la que pudo ser la mayor Sex Symbol de la historia del cine: Elisabeth Shue.
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Y como todo gran actor, hubo un tiempo en que Cage se prestó para las gratificaciones del cine comercial, en trabajos que más temprano que tarde pasaron al olvido, pero en los que podíamos percibir, a pesar de lo inane que podían ser sus personajes, a un Cage que se daba maña para dejar constancia de su carácter actoral.
Pero abusó más de la cuenta de los dividendos. Y ello trajo consecuencias, puesto que el gran público lo asoció como un actor de cine de acción que uno dramático. Y sabiendo eso, no se quedó de brazos cruzados. Hizo los intentos necesarios para probar –a él mismo y a los demás- que su fama de gran actor no solo se suscribía a su incursión en el cine de entretenimiento. Empero, esos intentos lo único que hacían era devolvernos por instantes a este gran actor dramático.
No es exagerado sospechar que estuvo a nada de perderse en ese agujero negro en el que han caído otros grandes actores: saberse muy talentosos pero no tener la película idónea para demostrarlo.
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A pesar de haber realizado algunos trabajos para el olvido, el joven director estadounidense David Gordon Green es uno de los pocos que ostentan una mirada personal. El mundo se enteró de ello con George Washington (2000), película que lo posicionó como un director al que no habíamos que dejar de rastrear… pese a que después hizo algo tan lamentable como Pinneapple Express.
Pues bien, gracias a David Gordon Green tenemos no solo el rescate de Cage, sino también la mejor actuación de su carrera, superior varios puntos a lo que nos ofreció en Leaving Las Vegas.
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Si la memoria no me traiciona, es la primera vez que estamos ante la madurez y el oficio de Cage en sublime estado de gracia.
Tengamos las cosas en orden: Cage sostiene Joe. Pero Joe bien puede sostenerse sin Cage. De ser este el caso, a lo mejor tengamos una película que bien puede saciar los parámetros de los espectadores más exigentes, pero lo más probable es que carezca de ese toque mágico a lo Marlon Brando que esta vez nos regala el actor.
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Joe es un tipo que intenta rehacer su vida.
Aunque la película es cicatera en información, colegimos que él ha pasado más de un tercio de su vida entrando y saliendo de las prisiones. Las cicatrices de su cuerpo son las marcas de un pasado que se justifica entre riñas y reyertas. Sin embargo, su actitud actual es forzada, pero forzada para bien porque lo único que anhela es vivir en paz en un pueblo de Mississippi y acallar los recuerdos que lo atormentan. Estos recuerdos no son más que taras emocionales que le impiden rearmar su vida, por ejemplo, negándole una oportunidad a Connie (Adriene Mishler), una joven prostituta que lo quiere. Ocurre que Joe no quiere alterar la paz que ha encontrado, y rescatar a Connie le significaría un inminente regreso al mundo violento del que no quiere saber más. Estaría provocando a esa violencia interna que supuestamente tiene bajo control. Mientras tanto, dirige un grupo de hombres que cumplen la función de quitarle la vida a los viejos árboles de los bosques, viejos árboles que luego serán derribados. Joe se muestra afable con todos sus empleados, hasta que conoce al adolescente Gary (Tye Sheridan), que le pide trabajo.
Desde el primer intercambio de palabras, Joe es más que condescendiente y no poco protector con Gary. Joe se ve como Gary cuando tenía su edad y por esa sencilla razón hará lo posible para que no se extravíe como él. Además, Gary carga con la maldición de tener un padre alcohólico llamado Wade -interpretado por un actor no profesional llamado Gary Poulter-, un mendigo, y enfermo terminal. Pues bien, las apariciones de Wade son contadas e inquietantes. Estamos pues ante una persona a la que le han extirpado el discernimiento del bien y del mal. Wade no duda en maltratar a su mujer e hijos, no duda en alquilar sexualmente a su hija con tal de tener dinero para comprar alcohol. Sin duda, nos enfrentamos a un personaje que bien podría ser la metáfora de la amoralidad y al que Joe tendrá que enfrentar con el fin de liberar a Gary.
(Ahora, y como bien se ha confirmado, la película ya tiene su toque de leyenda, de leyenda negra dicho sea, puesto que Poulter falleció semanas después de terminado el rodaje, muy cerca de donde este se realizó. No pasará mucho tiempo para catalogar la actuación de Poulter como una de las más oscuras y viscerales en la historia del cine, ni para que algún entusiasta le haga un perfil.)
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He visto la película no menos de tres veces. En cada nuevo acercamiento tenía el convencimiento de presenciar una que ostentaba la mirada de su director, mirada repotenciada con la participación de un actor como Cage. Su actuación es comparable con un poema lacónico e incisivo, que admite licencias gratuitas, que consigue en su aparente sencillez el mágico toque de la epifanía.
 
 
Publicado en Cinépata.

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