miércoles, octubre 29, 2014

168


Anoche, para regresar a casa, tuve que hacer una caminata inesperada, motivada por la cantidad de personas que invadieron las calles del Centro Histórico, con el único objetivo de ver al Señor de los Milagros.
No había taxis a la vista.
Los conductores de autos particulares estaban enfrascados  en edificantes intercambios verbales. Además, podía ver el cuello de botella que formaban los buses de transporte público en Alfonso Ugarte.
No había que ser un dotado de la deducción. Las cosas no se pintaban nada bien, puesto que me urgía llegar a casa, pero lo pensé bien. Lo que podía hacer en una hora, bien lo podía avanzar entrada la madrugada.
Me dediqué a caminar, despacio, despreocupado.
Ingresé al universo morado.
El sudor de las personas que trataban de encontrar la mejor posición para ver el paso del Señor, el fuerte aroma de los anticuchos y pancitas, que en carretillas invaden hasta posesionarse de la Avenida Wilson. Los vendedores de algodones y globos luchando con los agentes del orden que se sienten menos y ninguneados por una fuerza fervorosa que los deja a la nada. Claro, tampoco faltan los hormonales que aprovechan el forzoso calor humano, caminando detrás de las mujeres que hacen gala de apetecibles culos, sean naturales, trabajados en gimnasios o en el quirófano.
A medida que camino, miro sin mirar los rostros de las personas. Percibo en sus rostros la esperanza, el milagro que les tiene que cumplir el llamado Señor. Esos rostros no son solo de hombres y mujeres de las clases menos beneficiadas, como erróneamente suele suponerse. A diferencia de años anteriores, ahora percibo muchas más personas, ahora me cuesta sortearlas, el aroma de la comida no me permite respirar bien.
Decido bajar por Uruguay. En este punto soy un hombre que no piensa y que solo se deja llevar por sus instintos. Camino y soy testigo de la fe religiosa que motiva la ocasión. Putas y tracas pegadas a las paredes que también exhiben su cintillo morado. Y me permito fumar, porque recién me permito fumar, pero tropiezo, con algo, pero alargo el pie para no caer de rostro. Aunque no me he encorvado tanto, será muy difícil que pueda olvidar la cabeza de la alpaca que tenía ante mí, temiendo que vaya a escupirme. Pero la alpaca fue buena, solo me miró. Eran dos alpacas, también dos llamas y una vicuña, que llamaban la atención de los niños que les pedían a sus padres tomarse algunas fotos con esos bellos auquénidos explotados.
Una cuadra más abajo, supe que había sido una estupidez optar por ese camino, quizá llevado por la costumbre. Iba a tener que caminar más de la cuenta para salir de las cientos de miles de personas que esperaban el paso de la efigie.
Pero me detuve, en medio de la bulla y de los sonidos de los vendedores de música pirata. Escuchaba las teclas de un piano, sonidillo que me lleva a uno de los mejores inicios que haya escuchado de una canción, entonces me detengo y me ubico en dirección al sonidillo que se abre paso entre los sonidos de las otras canciones y de la bulla. Aunque “The Year of the Cat” de Al Stewart es muy larga, no niego que sus segundos iniciales no dejan de paralizarme sin importar el momento y lugar.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal