lunes, noviembre 10, 2014

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Lunes de sol. Nunca me ha gustado el sol, pero desde hace un tiempo sí. Aunque una cosa es el sol y otra muy distinta es el calor, peor en una ciudad como Lima que chorrea humedad.
Venía caminando a la librería. Caminaba despacio y fumando el primer cigarrito después de diez horas. Faltaba poco más de media hora para las once de la mañana. Como no me gusta abrir ni muy temprano, ni muy tarde, me dediqué a buscar un lugar donde tomar un café y así poner en orden algunas notas sueltas de un libro que reseñaré en los próximos días. Se trata pues de un libro que me ha gustado mucho, de un par de muy buenos amigos a los que quiero y estimo.
A una cuadra en paralelo al Jirón Ocoña queda ubicado un café que solía frecuentar años atrás. Lo frecuentaba por sus muy buenas hamburguesas de casa.
En esos tiempos, en los que era un muchacho rebelde y desorientado, ese lugar se había vuelto el punto en donde ponía en orden mi cabeza. Sea saliendo de las bibliotecas del Centro Histórico, o del Cine Club del BCR.
Aquel café me resultaba un paso obligado. No solo por las hamburguesas, sino también porque desde cualquiera de sus mesas tenía una visión privilegiada de los más mínimos detalles que acaecían en  los cuatro carriles del Jirón Camaná.
Me quedaba un buen rato viendo lo que pasaba en la calle. En el año 2000, en los meses de protesta contra la dictadura de Fujimori, no pocos colectivos universitarios tenían su primer punto de encuentro en las calles del centro. Se reunían en un primer espacio, para luego caminar a la concentración central en la Plaza San Martín.
Precisamente frente al café se ubica una iglesia, iglesia que en esos años de protestas reales servía de núcleo para un colectivo de jóvenes estudiantes mujeres que venían de la Universidad de Lima. Era un grupo peculiar, puesto que todas las veces que las vi, cada una de ellas reflejaba en su rostro el fulgor de la aventura, como si estuvieran siendo partícipes de un safari ideológico activo en un determinado espacio-tiempo-histórico. No era para menos, todo aquel que participó de esas marchas, sabe que fue parte de la historia política peruana.
Más de una se quedaba viendo los edificios y a la gente que transitaba por allí. Me causaba gracia su asombro, ese asombro que las hacía creer que estaban en Saigón. También me causaba gracia verlas cada vez que pasaban los camiones portatropas, sin más, ponían carita de malas ante la primera muestra de violencia por parte del enemigo. Tenían la misma actitud con los hombres que se les acercaban, seguramente, y bajo alguna entendible advertencia, pensaban que eran agentes infiltrados del SIN. Y claro, también mantenían distancia de los estudiantes de la Villarreal y La Cantuta que las invitaban a ir juntos hacia la Plaza San Martín. Pero mantenían su distancia con estilo, con una sonrisa radiante que de hecho enamoró a más de uno.
Aunque el café ya no es el mismo. Sin duda, por él han transitado varios dueños. Me sigue siendo familiar por el panorama que me ofrece del Jirón Camaná. Eso es lo que resalto mientras ordeno las notas de la reseña. Es lo que queda de este lugar, puesto que las hamburguesas y cafés que sirven ahora son una porquería.

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