martes, noviembre 25, 2014

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Me considero fiel en pocos aspectos de la vida. Entre esos pocos aspectos, le soy fiel a la comida de mi madre. 
Pienso que es un milagro que no sea gordo con lo bien que como todos los días. Así es, se trata de un milagro, aunque algunas personas me dicen que no se nota mi gordura precisamente gracias a mi talla. Si no fuera alto, sería un rechoncho, de esos que veo casi todos los días, descuidados y malalimentados. 
Rara vez como en la calle, desde hace tiempo no almuerzo ni ceno en restaurantes, y cuando lo hago, no niego que me embarga un sentimiento de extrañeza que me lleva a tener mucho cuidado en cada bocado, pensando más de la cuenta en los componentes que se hayan usado en la preparación. Por eso, no me importa el peso, sea ligero o no, y llevo mi termo de comida. Además, a mi madre le gusta y le hace feliz que consuma lo que me prepara con tanto cariño y amor. 
Por ejemplo, el almuerzo de hoy, uno sencillo, pero no menos delicioso: yuquitas rellenas con ají y queso, acompañadas de porción arroz y una salsa en base a tomate, cebollas y lechugas con limón, sí, mucho limón, puesto que tengo una debilidad con el limón. 
A eso de las 2 y 30 de la tarde, tomé asiento y desde mi stand en la Feria del Libro Ricardo Palma, me puse a almorzar, tranquilo, aprovechando la ausencia de personas que al igual que yo, también estaban almorzando, pero almorzando algo no tan rico como lo que yo sí estaba almorzando. Comí despacio, escuchado a Montgomery en Spotify. 
Tal y como suelo hacer al terminar de almorzar, prendí un cigarrito. Pensaba en los próximos textos que escribiría, en si valía la pena o no dedicarle tiempo a gente ruin que se pinta de decente, en especial esos supuestos editores que a la primera distracción ya se llevan tu billetera, pero lo pienso bien, aún con el placer que me sigue generando el almuerzo, y llego a la conclusión de que estos supuestos editores tienen lo que se merecen, y desde hace rato, así se pinten de decentes, esforzados y leídos. 
En esas estaba, pensando en ese supuesto editor carterista, en su vocación de mascota, cuando llega a Selecta un estupendo editor de poesía, de esos ante los que bien haríamos en sacarnos el sombrero, responsable, junto a otro editor, del que quizá sea uno de los mayores proyectos de edición de poesía de los últimos años, de esos proyectos que no podríamos creer en teoría y que se justifican en la práctica, en la realidad de su hechura que nos reconcilia con lo que en verdad debe interesarnos de la literatura: la comunión del libro con el lector.

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