martes, diciembre 16, 2014

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Una de las películas que no me canso de ver es The American Friend de Wim Wenders.
Esta película, junto a otras como The Conversation de Coppola, figura entre las que vuelvo a ver, de manera religiosa y sin importarme otra clase de actividades, durante los últimos días de cada año. Vuelvo a las películas que me gustaron, a las que aún siguen transmitiendo “algo”, sea esa sudoración de vergüenza e incomodidad, que bien se justifican en determinadas escenas.
Hubo un tiempo en que me gustaban todas las películas de Wenders. Absolutamente todas. Pero hoy en día me pregunto por qué me gustaban todas sus películas, a qué se debía ese apego desmedido por su trabajo, como si una fuerza externa al gusto por el cine se hubiera apoderado de mí. Obvio, Wenders puede jactarse de un par de obras maestras y otras que tranquilamente rozan la maestría, aunque claro, todo seguidor de Wenders sabe que este cineasta no es lo que van preocupados por la vida tras la obra maestra. No, lo suyo ha sido la búsqueda de la expresión de su poética, o sea, muy lejos del fin comercial y del cliché temático imperante.
De manera intermitente he visto todas sus películas en los últimos meses. Tenía que superar esa extrañeza de no saber por qué ya no conectaba con sus películas, por qué ya no las recordaba como antes. Debía ir pues al meollo del misterio. No solo había que recordar las películas, también pensarlas, pensar en qué momento y circunstancia las miraba, qué era lo que ocupaba mi mente y corazón para haber estado muy apegado a este director que en más de una ocasión me salvó de la catástrofe.
Encontré esa revelación que buscaba en una de las escenas de The American Friend, en las previas al abordaje del tren en donde Jonathan Zimmermann (Bruno Ganz) debía matar a un mafioso, sin esperar, ni imaginar, que tendría la providencial ayuda de Tom Ripley (Dennis Hopper, ajá, el siempre psicodélico Dennis Hopper).
Conozco esta película al derecho y al revés, es la que más veces he visto de Wenders. Y sabía, sin saber, por qué la estaba dejando para el final. Anoche me di cuenta de que pasaría parte de la madrugada viéndola, lo que no imaginé fue verla dos veces. Claro, se trata de una película que bien puede jactarse de su lozanía, pero la vi y la dejé para el final porque intuía el hallazgo del posible secreto de mi inmediato y pasado fanatismo por el director. Descubrir por azar el secreto que encerraba la escena, escena que muy bien lo podría hermanar con la revelación de los versos perdidos de un buen poema.

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