jueves, enero 29, 2015

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Me aíslo, al menos durante tres cuartos de hora, para tomar las notas y escarbar en mi memoria inmediata, porque solo de esta manera podré armar la reseña de la que quizá haya sido la mejor novela publicada el año pasado.
En lugar de irme al Don Lucho o el Queirolo, opto por guarecerme en el Don Juan, quizá mi restaurante favorito del Centro Histórico. Camino despreocupado, despejando mi mente y poder hacer en media hora lo que pienso hacer. El Don Juan queda a media cuadra de la Plaza Mayor. Me dirijo por la sombra, como todo hombre pensante. Por un momento me dejo invadir por la envidia hacia los hombres y mujeres que no tienen problemas con el sol. Mi llegada al restaurante se hace larga, de la nada, los policías cercan algunas calles. Los policías hablan y a algunos les escucho decir que han recibido una alerta de una manifestación sorpresa y que tienen órdenes de arriba de no permitir ningún tipo de manifestación a metros del Palacio de Gobierno.
En el restaurante tengo una mesa favorita, en donde suelo consumir mi café y Cheesecake de fresa. Me alucino sentado, esperando la llegada de mi pedido de siempre. Pero ni bien entro al local, me topo con una imagen que me descuadra, que hace que me olvide de la reseña de la que quizá sea la mejor novela publicada el año pasado, como también del café y el Cheesecake de fresa.
Tengo una debilidad por los platos marinos. Intento controlar esa debilidad que me ha llevado a la realidad de tener un inusitado sobrepeso. Al menos para mí, el sobrepeso me significa una maldición, con mayor razón en verano. La culpa es mía, mi apego a las comidas marinas es más fuerte que mi voluntad.
Lo primero que veo al entrar al Don Juan es a un adiposo señor, a quien le están sirviendo un espectacular chupe de camarones. Miro el plato y me cuesta detectar aquello que se mueve en el plato, el vapor bañando los mofletes del individuo que con justa razón se siente la persona más privilegiada de la tierra.
Ocupo mi mesa. A la mierda todo. Le pido a la mesera lo mismo que devora el adiposo señor. No hay mucho que pensar: uno también tiene derecho a sentirse el hombre más privilegiado de la tierra.

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