domingo, febrero 15, 2015

240


Días atrás me encontraba cerrando la librería. No estaba cansado, pero tampoco estaba con mis fuerzas intactas. Lo único que deseaba era regresar a mi casa y terminar la lectura de El amante bilingüe de Marsé, novela que no había leído de este tremendo narrador.
Puse el tercer candado y recibo la llamada de un pata que me dice que un par de amigos están a punto de sacarse la mierda en el Don Lucho.
Que dos amigos míos estén a nada de sacarse la mierda, no me resulta novedoso.
No iba a ir, pero fui, porque el bar se encuentra en el camino inmediato de regreso a casa. En el trayecto pensaba en qué pudo desencadenar esta pelea. ¿Acaso una mujer?, ¿una deuda?, ¿o una simple pelea de borrachos exaltados por una opinión superficial?
A siete metros del Don Lucho, me volvió a llamar la misma persona que me alertó de la pelea, a quien le pregunté quiénes eran sus protagonistas. Tanto X e Y no se conocen, pero ambos son mis amigos. Los conozco bien y no son violentos, son más bien voraces lectores que en alcoholes atizan su natural festividad.
Deseché pues las posibles razones de la pelea.
Y por más que lo intenté, no podía desterrar de mi cabeza de que la razón fuera una soberana ridiculez.
Así es, sin tanto gasto de neurona, se trataba de una ridiculez.
Pasaré de largo, me dije.
Ni siquiera miraré el bar.
Pero al pasar por en medio del bar, X e Y cayeron a menos de treinta centímetros de mí. X, por ser más joven, tenía dominado a Y, varios años mayor que X y mucho más diezmado que él, debido a su afición diaria por el alcohol, la pasta y el cloro.
No tuve opción. Me acomodé la mochila en la espalda y me ajusté los lentes. Cogí a X y lo levanté de la nuca, de la misma manera como hago con mi gato Silvestre cada vez que se pone espeso. Esa era la acción, hacer lo que se tiene que hacer: dejarlo con sus patas, decir algunas huevadas al vuelo e irme.
Pero Y aprovechó que tenía cogido de la nuca a X para propinarle un puñete en el pómulo derecho. Tuve que actuar de inmediato y empujé a Y. En el empujón sentí una huevada frágil en su pecho, que latía, despacio, amenazando con apagarse. Le dije que se dejara de huevadas y que me acompañara porque se me acababa de antojar  una porción de anticuchos. En el camino estuvimos hablando de generalidades, dignas de jueves en la noche.
Cuando veía que Y disfrutaba del último pedazo de su anticucho, le pregunté por qué estaba peleándose con X. Dudó en responder más de la cuenta, más de lo normal, con mayor razón ante alguien a quien siempre ha considerado su amigo. Después de algunos minutos, desconcentrado por la ausencia de los anticuchos y presa de la desconexión existencial, Y se puso a llorar. El llanto le duró más de tres minutos. Desfogó la mierda que lo carcomía y tuve que escucharlo, escucharlo durante un par de horas, más o menos.

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