sábado, abril 11, 2015

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Ayer llegué a casa un poco tarde. 
Me quedé bebiendo un poco con José Luis y José Carlos luego de terminar la segunda sesión de Encuentros en El Virrey de Lima. Para esta segunda sesión invité a Victoria Guerrero. 
Estuvo muy buena la sesión. Guerrero es una poeta de armas tomar. 
Más bien, he estado pensando en la posibilidad de escribir artículos sobre mis impresiones que me depara cada sesión. Realmente, preguntar y opinar, ver a los ojos a mis invitados, me hace repensar en sus obras, en los secretos de sus procesos, en sus demonios, en esa mierdita que los lleva a escribir. 
Pensaré lo de los artículos, debo pues encontrarles una estrategia, un sentido, sin caer en la repetición de tópicos. 
Al regresar a casa, bajé por Camaná. Era cerca de la medianoche. No era una viernes/sábado violento, más bien uno de alegría contenida. Las calles alumbradas por una natural luz naranja que las gaseaba. Fumaba por fumar y me zambullía en mis pensamientos y sentimientos, en ese dolor que siento porque en estos días he estado recordando a mi abuelita. Bien nos dijo mi papá, que en los primeros meses íbamos a tener la idea de que mi abuelita estaba de viaje, que el dolor era muy parecido a cuando extrañas a alguien que está de viaje, pero desde hace algunas semanas he asimilado la certeza de que mi abuelita no está de viaje. 
Llego al cruce de Quilca y Camaná. El Queirolo está lleno, paso de frente, aunque logro ver a Karina y Victoria en una mesa ubicada cerca de la puerta. Por un momento pienso entrar y saludarlas otra vez. Pero en mi mente bulle la fuerza del vino. Además, quiero llegar a casa y dormir de una buena vez. 
Camino sin dirección, aunque sé por dónde pisar. Hago el trayecto más largo. 
Decido tomar el taxi en Bolognesi. 
Durante un tiempo, cuando tenía veintitantos, hacia la ruta nocturna libresca: de Quilca me iba a Bolgnesi, en donde encontraba a “Bigotes”, que junto a otros patas, se ubicaba con su costal de libros a golpe de diez de la noche. Nunca le compré la cantidad de libros que a él le hubiese gustado, pero creo que se sentía bien de que le hablara y escuchara. Algunas veces, cuando la noche anunciaba el fin de la jornada laboral, íbamos a un chifa cercano a dar cuenta de un arroz chaufa con su sopita wantán. 
Ahora los vendedores ambulantes de libros han desaparecido de Bolognesi. Es pues el tiempo de los vendedores de ropa y fierros. 
Me animo por un arroz chaufa y su sopita wantán. Algo para pasar el rato y asentar mi cabeza. 
Como despacio, mientras veo en el televisor del chifa los mejores goles de los clásicos de Calcio.

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