sábado, junio 20, 2015

309

Llego a la librería con algo de retraso. A pesar de que el cielo gris se impone, se siente el bochorno, imposible quedar libre de esa sensación de insoportable melcocha en la piel. Me quedo un rato frente a la librería, no me animo a abrirla, primero quiero sentir una ráfaga de viento que me libre de la abulia que en mañana y tarde me generan los sábados. Saco la llave, listo para abrir el candado, pero me detengo, respiro hondo. 
Desde hace unas horas me persigue una sensación voraz, quiero comer más de lo que comí en el desayuno. Entonces me dirijo al Queirolo, se me antoja un jugo de piña, café y jamón del país. Lucho contra el sueño, me quito algunas legañas rebeldes, de esas que no se desprenden ni con todo el diluvio del grifo de la ducha. 
Mientras camino, recupero las fuerzas anímicas. No es hambre lo que en verdad siento, sino necesidad de aire y contacto. De a pocos me revitalizo y no pierdo tiempo en pensar qué fue lo que me puso débil, sino que aprovecho la circunstancia, sea la vista de la Plaza San Martín, o Joe, a quien tengo que esquivar para no pisarlo, porque Joe se apodera de la calle; si le da la gana, puede quedarse a dormir cuantas horas sean necesarias. Los que lo vemos a diario, sabemos que a mitad de la segunda cuadra de Quilca, tenemos que bajar la mirada y cerciorarnos. No hay nada más atroz que pisar con fuerza la panza o la cabeza de un felino que actúa como perro, que no le teme a nada y a quien muchos miman. Quienes más lo atienden son Ángel, su mujer y su hija, quien es la que le puso nombre a este gato que ha hecho suya esta vereda de Quilca. 
Veo Joe, tirado y las patas estiradas. No niego que lo envidio. Me detengo y emprendo el camino de regreso a la librería.

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