miércoles, agosto 26, 2015

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En la mañana tuve que hacer algunas gestiones fugaces, ir desde Lince a San Isidro y desde allí a la PUCP. Lo hice, felizmente, en tiempo record, con la ayuda de taxis, porque el tráfico se ha vuelto, aparte de infernal, en una generadora de pérdida de tiempo. Ni siquiera se puede leer bien en el transporte público, peor cuando tienes que hacer una distancia más o menos larga. Mientras leía lo que parece ser un buen cuentario de una narradora colombiana, pensaba en el libro de cuentos de otra colombiana, un libro que presenté en una anterior edición de la FIL y del que puedo decir que me gustó, pero que a la vez me apena no saber nada en lo literario de esta autora ya que se dedicó a los menesteres de la política en su país, siendo a la fecha una figura incómoda de la política colombiana. Eso es lo que me gusta: que los intelectuales y artistas sean participantes incómodos cuando ejercen una función política y no meros papagayos que repiten lo que la billetera les manda y que cuidan sus palabras debido a algún anticucho discursivo que tengan por allí. 
Sigo leyendo a la colombiana. Ahora el taxi atraviesa la Residencial San Felipe. El viaje está resultando más rápido de lo que podía pensar y por un momento me siento tentado en pedirle al taxista que aminore la velocidad, al menos quiero terminar de leer el tercer relato de la publicación, que ahora sí califico de muy buena, aunque dentro de mí haya una suerte de diablo rojo que me dice que mejor no vaya a la feria, que regrese a casa y haga las cosas que debo terminar en las próximas horas. 
Prendo un cigarro y me pongo a analizar la propuesta del diablo rojo. Los placeres intelectuales y carnales se imponen ante los deberes laborales, pero la decisión final se ve aplastada ante la inminente llegada del taxi a la universidad. Ya estoy a sus puertas y poco o nada puedo hacer, respiro hondo y vuelvo a prender otro cigarro. Eso era lo que me faltaba, respirar hondo y fumar otro pucho y así tener una mejor perspectiva de las cosas. De mi billetera extraigo mi carné y escucho una voz de mujer que me llama. Volteo y la miro. La reconozco aunque confieso que me he olvidado su nombre, últimamente me olvido de los nombres de los lectores y las lectoras de la librería, y eso que con todos ellos converso demasiado, siempre de libros, y no necesariamente porque estemos hablando de precios o negocios, simplemente conversando y dejando que el tiempo se vaya en el intercambio de impresiones, ya sea de una película, libro o de algún partido de fútbol. La mujer, de no más de veinticinco años, se me acerca y la saludo. Intercambiamos algunas palabras al vuelo y le digo que estoy con Selecta en la feria de la universidad. Antes de despedirnos, me dice que disfrutó mucho de la recomendación que le hice, y no fue necesario pensar en qué título le recomendé y me adelanto a lo que dirá, cosa que así no me siento tan mal por haberme olvidado su nombre: Qué fue de Sophie Wilder de Christopher R. Beha.

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