sábado, junio 18, 2016

480

Aunque no era mi idea salir ayer viernes, día en que pensaba dedicarme a terminar algunos textos que me estaba teniendo muy cabezón, tuve que salir a cumplir algunas gestiones. A fin de cuentas, no me quejo, porque me reencontré con algunos amigos a los que nos veía en muchísimos meses.
Cerca de las seis de la tarde llego a la Plaza Mayor. La algarabía amenazaba con seguir creciendo porque se había colocado en el frontis de la Municipalidad de Lima un escenario con un par de pantallas gigantes en los que se proyectaría el Perú-Colombia. De a pocos la gente llenaba la plaza y me abrí paso entre ella, lo más rápido que pude antes de verme obligado a darme un vueltón para llegar al Virrey de Lima. Hice lo que tuve que hacer en la librería, que cada día la veo más bonita, aunque decirlo es una obviedad porque fácil es la más bonita del país, y en esta apreciación seguramente coincidirá más de uno.
Se supone que regresaría a casa. Estaba entre tomar un taxi en hora punta o quedarme en la plaza y ver el partido. Pero no hice ninguna de las dos cosas, porque, en un arranque ajeno a la pasión futbolera, decidí ir a la biblioteca del ICPNA y renovar mi carné de usuario, motivado sí por su excelente sección de poesía gringa que ocupan más de doce anaqueles. Conozco esa sección y no sé si logre leer todos los títulos de esos anaqueles, pero algo leeré. Además, se trata de un ambiente que frecuenté mucho entre siglos (fines de 90 e inicios de los 2000), cuando hacía mi vida prácticamente en las entonces sucias calles del centro, pero mucho más vitales que la frivolidad bullera de ahora. La renovación la hice al toque y tuve oportunidad de sacar dos libros a préstamo.
Ahora sí, a casa, me decía. Pero mi celular comienza a vibrar. Era Abelardo, mi pata librero de Amazonas, “el metalero fanático de Air Supply”, pero amigo de años ante todo. Me pregunta por dónde iba, su tonito de confianza, como si nos hubiésemos visto el día anterior cuando lo cierto es que nos veíamos en poco menos de un año. Le dije que estaba por el centro y le pregunté si verían el partido en su stand, y me dijo que sí, su gente estaba reunida para ver el partido. Entonces, compré una cajetilla de Pall Mall rojo y caminé tranquilo hasta Amazonas. 
Vimos el partido y también aproveché para ver las cosas que tenía en sus estantes. Conversé también con el buen Armando, que trabaja con Abelardo. Armando, quizá uno de los mayores conocedores de la tradición poética peruana, me comentaba del sancochado oculto del representante de futbolistas Carlos Delgado, “ajá, ese mismo, el del escándalo”. Puta, me costó saber a qué se refería, pero cuando lo supe ya estábamos en el chifa Ye en el Rímac, a dos cuadras del Puente Trujillo. El chifa, para más señas, paraba lleno, demasiado en comparación a los otros chifas del pasaje empedrado. No era para menos, ni muy caro, ni barato, el precio justo para platos muy bien servidos y con sabor a chifa. De esta manera, el buen Abelardo pagaba el chifa del viernes, se ponía al día porque la última vez fui yo quien lo invitó y ahora sé que no volverán a pasar tantos meses para recuperar esa costumbre que tenemos desde hace más de quince años.

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