martes, septiembre 20, 2016

José Antonio Bravo: la ética del escritor

Aunque nunca lo conocí en persona y aunque nunca haya asistido a sus talleres de narrativa, debo decir la muerte de José Antonio Bravo (1937 – 2016) ensancha todavía más ese hoyo negro que Oswaldo Reynoso y Miguel Gutiérrez han dejado en la narrativa peruana contemporánea.
No me sorprende que no sea muy ubicado por las nuevas camadas de escritores y lectores peruanos, puesto que Bravo llevaba buen tiempo alejado de los saraos literarios, dedicado exclusivamente a leer y pintar. Su fallecimiento, salvo excepciones (Ricardo González Vigil y Mario Suárez Simich), no ha tenido la repercusión que merecía su trayectoria, y no solo por ser uno de los mayores maestros sobre narrativa que haya tenido la literatura peruana, sino, ante todo, por ser un narrador dueño de una obra que gozó de reconocimiento literario en su momento pero que por esas cosas extrañas, que solo ocurren en el circuito literario local, fue opacándose hasta ser una referencia para un reducido grupo de conocedores de narrativa peruana.
A los 30 años publicó la que quizá es su novela más conocida y, como tal, la que ha tenido más de una reedición. Barrio de broncas (1972), todo un canto a la destreza técnica e inmersión en los códigos lingüísticos barriales, que ubicaron al autor como una de las voces narrativas más importantes que aparecieron entre 1965 y 1977, años fecundos entre los que también se dieron a conocer los autores del grupo Narración y los primeros libros de Alfredo Bryce Echenique, Edmundo de Los Ríos y José B. Adolph. Bravo siguió publicando en la década del setenta y estuvo también dedicado a la enseñanza en universidades nacionales y extranjeras. Como académico, lo Real Maravilloso en la narrativa latinoamericana fue uno de los tópicos que dominó como pocos. Y a mediados de la década del noventa da inicio a su serie de novelas históricas, de las que destaca La quimera y el éxtasis, para muchos, su novela mayor, la que, para más señas, fue finalista, en 1996, del Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos.
Pues bien, una pregunta se impone en estos momentos. ¿Por qué la obra de Bravo no estuvo presente en el imaginario de los lectores en las dos últimas décadas? Al menos, esta es la pregunta que me hago luego de una consulta al vuelo entre jóvenes interesados en la historia de la narrativa peruana. Felizmente, no hay mucho que pensar al respecto. Seguramente Bravo era consciente del valor de su obra como para ir gastando energías emocionales en pos de una propaganda por la misma. Era de los que sabían que tarde o temprano sus novelas lo ubicarían en el sitial que merecía. Esa actitud contra el autobombo es lo que nos lleva a entender la esencia de su discurso literario y vital: la ética del escritor.
Para entender esta ética, se hace necesario subrayar una de las facetas en las que Bravo sí puso en energía lo que no en el autobombo.
Eso: la energía en la enseñanza.
Para que tengamos una idea de la generosidad intelectual y la capacidad pedagógica de Bravo, en su faceta como maestro de talleres de narrativa, sería ideal revisar una de las antologías narrativas fundamentales de la literatura peruana, publicada en los peores años de nuestra historia, años marcados por los embates terroristas y la hiperinflación, años ochenteros en la que más de un peruano aspiraba a huir del país.
Ajá: En el camino (1986) de Guillermo Niño de Guzmán.
Leemos en la dedicatoria: “A José Antonio Bravo, quien se ha esforzado por descubrir los secretos del arte de narrar a varios de los jóvenes escritores de la última generación”.
Entre 1982 y 1987, Antonio Gálvez Ronceros y Bravo dirigieron el Taller de Narrativa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Visto en frío: hablamos de un lujo total. Gálvez, el lenguaje. Bravo, la técnica. Por eso, más de un entusiasta afirma que para que vuelva a aparecer una dupla encargada de este taller universitario, fácil tendrán que pasar 40 años. En cambio, los más realistas son más lapidarios: nunca más aparecerá una dupla de maestros como esta.
 No son pocos los jóvenes y aspirantes a escritores de esos años que muestran más que palabras de gratitud con este par de estupendos narradores que enseñaban no solo los secretos de los recursos de la ficción, sino también la proyección de la ética que todo escritor debe tener hacia su poética narrativa. En lo de la ética, Bravo incidía más, no solo en el taller universitario, sino en todos los talleres que ofreció hasta retirarse a leer y pintar en su casa de Surco.
¿A qué se refería Bravo cuando hablaba de la ética del escritor? Pues me lanzo hacia una potencial especulación: nuestro escritor se refería a la coherencia que todo escritor debía mantener con su escritura. Coherencia como manifiesto político personal, como lazo con la honestidad de los tópicos y puntos de vista que alimentan la escritura de ficción. Es decir, no traicionar el mundo interno del escritor, no poner a la venta, ni hipotecar, precisamente, ese mundo que tarde o temprano tendrá el reconocimiento que merece si es que se es bueno en la escritura.
Pensemos pues en esta ética del escritor que Bravo transmitía en la coherencia. Y quienes ya lo hemos leído, volvamos a sus libros. Y quienes no, pues tienen por delante el descubrimiento de un extraordinario narrador.



Publicado en El Virrey de Lima.

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