reseñismo títere
Los que de alguna manera formamos parte
de este circuito literario, tan propenso a la zancadilla, el puñal, el doble
discurso y la patente bajeza, no nos debería sorprender la presencia de un
aparato crítico que haríamos bien en llamar Reseñismo títere.
Esta suerte de criollada valorativa,
digámoslo de una vez, siempre ha existido. No hay escritor ni literato peruano
que no tenga su crítico de ocasión, cuyos textos vemos ocasionalmente en los
medios periodísticos, plataformas virtuales, como también en las santísimas
publicaciones académicas. Esta criollada no conoce fronteras, con mayor razón
cuando su práctica siempre se ha visto recompensada con el intercambio de
favores, peor aún en estos tiempos virtuales, en los que el crítico ya no cree
en la distancia personal con el autor, convirtiéndose en una mezcla mutante con
este, en una pujante fábrica de reseñas positivas.
Una mirada superficial a las publicaciones
peruanas de los últimos años nos arroja un detalle recurrente: no hay escritor
peruano (no importa si eres canónico, consagrado, reconocido, con proyección o
desesperado de atención) que no tenga su reseña positiva. Todos, pero
absolutamente todos, tienen su reseñita que los justifica en el mundo de las
letras. Tampoco pretendo ser injusto, puesto que hay publicaciones que sí han
ganado a pulso, y en la sola experiencia de la lectura, merecidos saludos al
haber sido sometidas a escrutinio.
Pero este post no va de las reseñas
positivas. Sino de las otras, de la otra faz del Reseñismo títere.
Ajá.
Pensemos en las reseñas negativas, en
esa práctica que se hace tan necesaria entre nosotros, como testimonio honesto
con el lector, en franca actitud que rehúye del amiguismo y del argollerismo, a
manera de muestra de la legitimidad que construye el reseñista, sea este
recurrente o de ocasión.
Ahora, ubiquémonos en contexto: sabemos
que en la narrativa actual se han formado dos frentes visibles. Por un lado
están los narradores que han construido una obra cuyo eje temático son los años
de la violencia política. Lo he dicho más de una vez: todo narrador cuyo libro
descanse en este tópico no puede quejarse, porque saludo, o fugaz
reconocimiento, ha recibido, así sea en una mención al vuelo en un pie de
página. Por otro lado, ubicamos a los narradores cuyas obras han apostado por
otro sendero temático, digamos que más acorde con los discursos de ficción de entre
siglos que treinta años atrás vaticinó Frank Kermode.
Aunque no sea una práctica explícita en
su constancia, han comenzado a surgir discursos que enfrentan una postura con
la otra, lo que me parece positivo, porque no hay nada mejor para el espíritu
creativo que la discrepancia y el cruce de opiniones.
Sin embargo, qué podría pensar uno cuando
lee la reseña que ha escrito Sebastián Uribe sobre la novela La sangre de la aurora de Claudia
Salazar. Reseña negativa por donde la mires, pero que en su soberbia bruta,
valentía estratégica y carencia de lecturas que sostienen el acervo crítico del
hacedor, nos llevan a barajar esta razonable sospecha: se trata pues de una
reseña (involuntariamente) Delivery.
No conozco personalmente a la autora, a
lo mucho habré tenido con ella uno que otro contacto por correo. Y, obviamente,
he leído su novela, que muy en lo personal no me ha gustado, mas esta impresión
no me impide reconocerle oficio y talento, ni tampoco me impide saludar los
alcances literarios de su libro.
Entonces, ¿en qué falla el reseñista al
dictaminar que esta novela es mala? Fácil: en la alarmante debilidad de su
discurso valorativo, pastoreado por un prejuicio que le impide cartografiar la
novela en esa gran geografía narrativa conformada por las novelas sobre la
violencia política, en su incapacidad para encontrar el atajo para leerla en el
código por el que transita (es decir, si solo me voy a direccionar en su plano
mayor, el de la sensibilidad femenina confrontada con la masculina, me pierdo
del verdadero campo en el que debo enfrentarme a la novela, aquel que, hay que
decirlo, exige de un lector ya entrenado, puesto que es una novela que rehúye
del lector medio (harta simbología), acostumbrado a la linealidad), en su
propensión por encontrar efectismo cuando la novela no los tiene. Las
debilidades de la novela son otras, relacionadas con la tradición de novelas de
teoría de las que es deudora.
Todo libro de ficción, sea en el
registro en el que se inscriba, merece ser abordado con respeto. Así guste o no
el artefacto narrativo. Este no ha sido el caso, porque detrás de esta reseña,
en la que Uribe ha fungido de noble papagayo, está el discurso de los ideólogos
virtuales que embisten, cada vez que pueden, contra la recurrencia y
dependencia de nuestra narrativa hacia el tópico de la violencia política. Así
es: Jack Martínez y Francisco Ángeles.
Lo curioso del asunto es que yo
sintonizo con las ideas de Martínez y Ángeles en cuanto a esta (mala-buena) dependencia
sobre el tópico de la violencia política. Además, más de una vez he escrito, y
ácidamente, sobre esta adicción temática. Pero lo que me diferencia de ellos es
que yo no tengo intereses narrativos como para sacar provecho criticando la
posible caducidad de este tópico. Dicho esto con el aprecio que tengo hacia lo
que me importa de ellos: su obra. Y dicho también en buena onda hacia lo que
ellos significan para mí como personas.
Quien escribe tiene las cosas claras:
por un lado, la obra; por otro, la persona; y en otro lado muy lejano: el
discurso literario que se practica a la par de la obra.
En este tercer aspecto, Martínez y
Ángeles han caído en ligerezas discursivas sobre este tópico. Lo que en
principio parecía una postura atendible, que convocaba a un cambio de mirada
que sacuda a nuestra narrativa de las taras y lastres de la violencia política,
se convirtió en un aparato promocional del que crearon varios caminos de
difusión, uno de ellos, el aparato crítico moldeable, mascoteable, sin
carácter, al que de tanto en tanto se recompensa con un favor. Pero bueno, no
los condeno, porque si miro a los autores de la violencia política, debo decir
que estos son peores en los terrenos de la promoción, cuyo aparato crítico
exhibe un poder construido a lo largo de los años, el mismo que ha sido
repartido en clanes y mafias literarias. Claro, por ser más longevo, en este
aparato crítico encontramos absolutamente de todo, como en botica (de lo bueno
a lo mediocre), y algo, también algo, de coherencia ética y moral con este
tópico tan delicado.
Pero lo que no recuerdo, y ese no
recuerdo es lo que motiva estas líneas (aunque pienso también en una execrable
reseña de Iván Thays sobre un libro de Miguel Gutiérrez, en el 2008 si no me
equivoco), es una reseña sucia, baja, disfrazada de objetividad y delatada por
la ya señalada soberbia bruta, valentía estratégica y carencia de lecturas, de
un crítico al que Martínez y Ángeles han levantado y promocionado con el fin de
que obtenga una legitimidad que, a este paso lustrabotista, no va a conseguir.
La crítica y sus variantes, como el
reseñismo, el ensayismo y el articulismo, aparte de nutrirse de la lectura libros
y no de la lectura de personas, requiere carácter. Solo el carácter brinda
libertad, aunque ello no sea garantía de que no se cometan errores, pero es
preferible el error en libertad, que el error siendo carne de cañón.
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