jueves, diciembre 29, 2016

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Anoche, mientras me dirigía a librería Sur, con algo de apuro por no haber calculado bien el tiempo, en plena Av. México por demás infernal, paré un taxi, el primero que pasara y así guiar al chofer por los recovecos, la Ruta G, el secreto mejor guardado que tengo para llegar a mi destino en menos de un cuarto de hora. Pues bien, antes de levantar el brazo, tuve dudas, porque el taxi era un Tico y por comodidad no suelo tomar este tipo de autos, pero en esos instantes no estaba para exquisiteces, claro, la Ruta G sirve, pero sé también que no debo abusar de mi ventaja. Entonces detuve el taxi, viejo, al ojo maltratado por más de quince choques. Negocié rápido la carrera. Una vez sentado, me di cuenta del detalle que hacía diferente ese viaje en taxi, ya tenía que ocurrirme, las había visto pero era la primera vez que tenía a una mujer como taxista, una mujer en cuyo rostro se reflejaban los años de trabajo, una mujer que no dudó en prender en dirección a mí su ventilador colgante ni bien prendí el primer pucho del viaje. El taxi ni siquiera tenía luz para poder leer, fue este un viaje en penumbra, iluminado por las luces artificiales; a pesar de ello, el viaje fue iluminador, porque pude hablar con la mujer, teniendo como primera impresión que era una mujer de armas tomar, imaginando las no pocas peleas y discusiones que tendría durante el día, luchando contra la matonería del macho al volante. 
Cuando llegué a mi destino, y como suponía, la taxista no sabía cómo salir de San Isidro. Había tráfico en Pardo y Aliaga y el tráfico limeño, sea en donde sea, tiene el poder de huevear al más pintado. Por ello, antes de bajar le indiqué tres posibles rutas para llegar a Javier Prado. Sentí muy sincero su agradecimiento.

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