"las chicas"
El éxito de crítica y lectoría de la
novela Las chicas (Anagrama, 2016) de
la joven escritora norteamericana Emma Cline (Sonoma, 1989), nos lleva a pensar,
una vez más, en el magisterio de la tradición narrativa estadounidense. La
razón es muy simple: una escritora como Cline es producto, un eslabón, de la
cadena literaria de la tradición a la que pertenece. Pensemos en su novelística
y cuentística de los últimos treinta años (no retrocedamos para no quedar
abrumados y destruidos ante semejante tumultuoso mar narrativo). En este
sendero narrativo hallamos una cualidad común: un respeto por las leyes clásica
de la narración, un conocimiento de causa de la linealidad, de la que se parte
para dar rienda suelta a la libertad temática y estructural, del mismo modo
para seguir y forjar obra en esa linealidad. Bien sabemos que en ambas orillas
tenemos exponentes de temer, a saber, los más conocidos: David Foster Wallace y
Jonathan Franzen. Es decir, somos testigos de una toma de consciencia por parte
de sus autores al enfrentarse a sus respectivos proyectos, no importa si estos
vienen motivados por la fama y el reconocimiento, motivaciones totalmente
lícitas, por cierto.
Sobre esta toma de consciencia en el
oficio narrativo, sugiero la lectura de la imprescindible novela de Don
Carpenter, Los viernes en Enrico´s,
la misma que fue terminada por otro grande de la narrativa gringa actual,
Jonathan Lethem. En esta novela, con personajes escritores en ciernes,
asistimos a una característica recurrente: la seriedad de sus protagonistas en
relación a la práctica de la escritura de ficción. Desde el más talentoso hasta
el menos dotado para escribir, todos exhiben un compromiso con la escritura,
oficio que no conoce de pasatiempos, sino la entrega total en un ejercicio por
demás excluyente. Claro, esta entrega total no garantiza que todos vayan a
gozar del anhelado reconocimiento. Por ejemplo, si ahora disfrutamos de los
cuentos de Lucia Berlin, es porque como ella hubo muchos hombres y mujeres
atribulados por la vida que se quedaron en el camino de la experiencia creativa;
y si en estos meses venimos enfrentándonos a una narradora como Cline, es
porque no pocas chicas que querían escribir no pasaron las fronteras del
entusiasmo.
Imaginamos que Las chicas supuso para su autora un reto que antes habrá desanimado
a más de una pluma. Más aún cuando tratándose de una primera novela. No es para
menos, puesto que de su tema se ha escrito demasiado, habiendo para todos los
gustos, desde las sesudas crónicas hasta textos que alardean de un efectismo
digno del burdo repaso. Nos referimos a los años del auge del hippismo, del
amor libre, de la experimentación con drogas y de su capítulo negro: la matanza
llevada a cabo por el clan de Charles Manson. Bien sabemos del crimen cometido
por La Familia del Amor, grupo que masacró a la esposa del cineasta Roman
Polanski, la actriz Sharon Tate, de 26 años y a la que le faltaban dos semanas
para dar a luz, y a tres amigos suyos con los que celebraba una reunión, en la noche
del 9 de agosto de 1969.
¿Cómo escribir de un asunto del que,
como ya se indicó, se ha escrito demasiado? ¿Cómo enfrentar una empresa
narrativa sin caer en el mero recuento generacional? Estamos ante preguntas que
tranquilamente pondrían contra la pared el proyecto novelístico de cualquiera. Sin
embargo, pese a su juventud, Cline sale airosa de lo que parecía imposible. Su
estrategia: narrar desde el asombro, haciendo suya la impresión primeriza. Eso
es lo que vemos en su narradora protagonista, Evie Boyd, dueña de una voz pautada
por la sensibilidad, sensibilidad que eclosiona al ver en un parque a un grupo
de chicas distintas de las demás, las cuales eran dirigidas por Suzanne. La
atracción por ellas se convierte en obsesión, por ello no duda en fugarse con
ellas días después de volverlas a encontrar. Boyd es una adolescente quebrada,
su vida necesita de un periplo aventurero inmediato, de la experiencia como
destino.
En la voz de Boyd, Cline narra en desde
la madurez y la juventud. En los dos tiempos el asombro se plasma con rigor,
gracias al oficio de su autora, aunque nos quedamos con la voz de la Boyd
adolescente. Además, Cline se centra en la vida de Boyd en comunidad con las
chicas, no en lo que vino después,
que es un pretexto, un marco que ayuda a configurar el contexto histórico y
generacional. A Cline le interesa mostrar la radiografía moral de las chicas,
en especial la relación ambigua entre Boyd y Suzanne. De esta manera, la autora
supera la imposibilidad inicial del proyecto, alejándolo del lugar común harto
conocido, elevando la narración como un manifiesto de la degradación humana
como única vía de autoconocimiento.
Toda novela no es libre de sus zonas
erróneas, y esta no es la excepción. Pero estas zonas de debilidad, viéndolas
desde la distancia de la lectura, son ineludibles, y solo se suscriben a sus
primeras 73 páginas, que valen la pena superar, porque resultan necesarias para
la experiencia novelística que sigue y que no dudamos en agradecer.
Estamos convencidos de que Cline se tomará
el tiempo suficiente para entregarnos su siguiente novela. Ahora, lo que enseña
también una novela de gran factura como Las
chicas es que la escritura y publicación de una novela no tiene que ser una
alocada carrera por mantenerse en la atención mediática. La madurez narrativa
no siempre va a asociada a la edad.
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