viernes, junio 23, 2017

humo azul

Después de mucho tiempo que no me quedaba dormido en el transporte público.
La historia, más o menos, fue así: terminaba mis labores del día, entre las que estaba la preparación del texto sobre uno de los mejores poemarios que he leído en años, como también el tramo final de la edición del que quizá sea uno de los poemarios más importantes de la década del setenta, el cual presentaré en las próximas semanas en la Antifil.
En Barranco, en La casa de Kanú, espacio conocido tiempo atrás como La polaca, se llevaba a cabo la inauguración de una exposición. Allí me encontré con Chaqueta, Rossana y Alina, a quien saludé por su cumpleaños. Pero lo que más recuerdo de ese breve paso por la exposición, fue encontrarme con Erika, estupenda amiga a la que no veía en muchos meses. La alegría fue mutua y me fui feliz porque ella me obsequió un riquísimo brownie dietético, es decir, de los sanos y que no engordan.
Una vez en El Juanito, y más allá de las chelas y sánguches de rigor, se unió a nuestra mesa un pata que era toda una máquina de historias. No recuerdo su nombre, solo que todos en el bar lo llamaban “Pececito de chifa”. “Pececito” hablaba de todo, desde su paso adolescente por el Leoncio Prado hasta el hiato evolutivo del hombre moderno. Quise perennizar algunas fotos en mi Instagram, pero mi celular quedó sin batería.
No recuerdo bien qué pasó, tampoco es que haya sido víctima de la niebla azul de los alcohólicos, solo que tomé una custer que iba por toda la Av. Arequipa, siendo mi idea tomar en Risso un taxi a mi casa, pero el sueño se apoderó de mí y cuando desperté, quizá a causa de una frenada del chofer de la custer, me encontraba en la intersección de La colmena y Wilson.
Me bajé de la custer, pero en lugar de parar un taxi, me junté con la gente reunida, que era mucha para ser las tres de la madrugada. Las mujeres y los hombres venían hablando del incendio que a pocas cuadras sucedía en Las Malvinas. Varios de ellos, entre los que ubicaba a algunos cachineros y libreros nocturnos, irían a ver el incendio. Me aparté del grupo y compré una Coca Cola. No hace falta fungir de sapo en esta clase de situaciones, porque aunque vayas a mirar, terminas interrumpiendo la labor de los bomberos. Desde mi posición podía verse una gran columna de humo azulino que partía en dos el oscuro cielo dorado, detalle que solo puede percibirse en el Centro Histórico. Si en caso me animaba a ir, y dejando de lado la curiosidad morbosa, lo hacía llevando botellones de agua para los bomberos. El panorama era infernal y todos debemos ayudar en lo que en verdad podemos ayudar.

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